Por Diego Falconi y Eduardo Nabal
El colectivo LGTBIQ ha tenido que armarse de paciencia ante algunas voces que saludaban al Papa Francisco casi como un revolucionario. En Argentina lo conocen bien por su colaboración con Videla y su firme oposición al matrimonio igualitario. Pero el pontífice ha sabido dar una de cal y otra de arena con frases pomposas de corte levemente ‘progresista’, que han hecho las delicias de algunos ’zquierdistas’ que aún nadan en las aguas de la ‘moral cristina’.
Con su última declaración ‘El Papa Bueno’ se ha quitado la careta y mostrado su alianza con las fuerzas homofóbicas más reaccionarias, al aconsejar llevar a los ‘niños homosexuales’ a los psiquiatras, como en tiempos de Franco y la derecha totalitaria. Que en las consultas de los ilustres psiquiatras siguen cociendo habas a la antigua no es ningún secreto, pero la declaración de ese Papa que ha llegado a ser calificado como defensor de ‘pobres’ y ‘marginados’ muestra su verdadero rostro ratificando los senderos de la homofobia clerical mas feroz, la pérdida de los derechos de un amplio sector de la infancia, además de poniendo en la mesa y aprobando la coerción y la intolerancia. aliándose con las fuerzas médicas al viejo estilo.
No es que nos hayamos creídos nunca nada de la boca de Berloglio, con su doble moral y su trayectoria reaccionaria, pero parece que hacen falta declaraciones tan bestiales y violentas contra la libertad y los derechos humanos para que todavía algunos sectores sociales vean al lobo bajo la piel del cordero de Dios
Lo dicho por el Papa Francisco es vergonzoso y nos regresa a los años 80, antes de que la homosexualidad fuese despatologizada por la OMS. Esto es terrible porque colabora con la re-medicalización de toda una generación de niñxs maricas, lesbianas o trans católicxs, quienes probablemente, deberán asumir esos discursos de odio que lxs fieles cristianxs replican. Damos fe de esas consecuencias de la religión en discursos poderosos como la medicina y el derecho, porque alguno de nosotrxs ha vivido en un ambiente supremamente católico que logró de muchas maneras internalizar el odio contra nosotros mismos y que solo con años de trabajo académico y político hemos podido exfoliar.
En cuanto a la tibieza de sus declaraciones respecto a los actos pedófilos dentro de la iglesia, hemos de decir que son vergonzosas y dan cuenta de cómo en esta institución no hay un afán de reparación real contra las víctimas de esos abusos. De acuerdo a los instrumentos internacionales, los derechos de lxs niñxs no pueden supeditarse a ninguna práctica cultural. Aplicamos este fundamental criterio para frenar ablaciones genitales cometidas hacia niñas en ciertas tribus africanas o con los matrimonios entre hombres adultos y niñas en algunos territorios islámicos. El silencio católico, de clara estirpe occidental, entra dentro de estas mismas prácticas espantosas que quieren imponer ciertas prácticas culturales sobre los derechos sexuales de infancia y adolescencia.
Constatamos, por ejemplo, el silencio en redes sociales de nuestros familiares y amistades católicas en este tema, contrapuesto con su ávido y activo deseo de denunciar el aborto o las clases de educación sexual. Ese silencio impide reparar derechos (que implica sancionar a lxs culpables y las instituciones que viabilizan esa violencia). No obstante, hay que ver el lado positivo de estas declaraciones. El marketing católico ha querido dibujar a su máxima autoridad como una persona progresista y dispuesta a borrar esa profunda huella de odio heteropatriarcal que ha marcado la religión a través del pecado nefando o la impureza de la mujer (además con componente anticolonial al haber elegido a un Papa latinoamericano).
Ahora las patéticas declaraciones del patriarca de la iglesia ayudan a entender este marketing que vende una falsa idea de cambio respecto a ciertos cuerpos no heteronormados. Confesamos (término irónico en este contexto) que con toda la indignación que hemos sentido en estos días a consecuencia de estos sucesos, hemos encontrado cierto alivio, al constatar el atolladero conceptual y la corrupción estructural de la iglesia católica. Esa incapacidad y esa desesperación demuestran dos cosas: una, que en instituciones constituidas de modo tan excluyente, en fondo y en forma, no hay superhéroe que sirva para su reformulación y, otra, que las posiciones de la iglesia en cuanto al ejercicio digno de la sexualidad son incompatibles con la vida democrática contemporánea.
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