Por Eduardo Nabal
“El tiempo, implacable escultor”, parece decirnos Almodóvar en su última película, una de las más sobrias y personales, intimistas y desgarradas, sin falta de humor e imaginación, pero con una mirada al pasado desde un presente quebrado por la falta de inspiración y los achaques de salud. El pasado vuelve a ráfagas a la vida algo mortecina de Salvador (Banderas en plenitud actoral y rodeado de un equipo de lujo), un realizador en horas bajas, que se encuentra con algunos de los fantasmas “de carne y hueso” de un pasado con el que logra, no sin dificultad, reconciliarse.
La puesta en escena es más transparente y menos barroca de lo habitual, aunque no falten los guiños a los admiradores, al lado freak del mejor Almodóvar.
El dolor de la enfermedad, los achaques de la edad, los recuerdos que pesan, la invasión del pasado en el presente y la gloria de un trayecto difícil: desde una infancia en una casa de pueblo (aquí con forma de cueva), hasta el gran éxito en el Madrid de los ochenta, donde el realizador cobra notable popularidad.
Lírica, desencantada, y, a ratos morosa, Dolor y gloria también deja espacio para el descubrimiento de la belleza, los ramalazos de talento, el paso por el seminario, la lucha por la individualidad y la originalidad en un mundo condicionado por seres cercanos como su madre (Penélope Cruz de joven, Julieta Serrano, de mayor), los antiguos amores y los recuerdos, que iluminaron y a la vez ensombrecieron, su infancia y adolescencia.
Salvador es un director entrado en años pero cuya crisis creativa puede salvarse en cualquier momento cuando se reconcilia o enfrenta con sus fantasmas del ayer o encara el presente con valentía . Almodóvar llega a la radiografía de un personaje, con claros tintes autobiográficos, pero sin quitar espacio a la fantasía y la recreación poética de los episodios del pasado.
Las adicciones, los antiguos amores, el primer deseo… el realizador combina la ironía con la melancolía en un filme absolutamente distinto al resto de su obra por su mezcla de sobriedad bergmaniana y por sus toques de humor en sus referencias a un pasado turbulento. Sin pelos en la lengua, Dolor y gloria tiene un cierto sabor de sinceridad y despedida, un sabor a miel y a hiel que la convierte en una ‘rara avis’ en la filmografía de su importantísimo realizador, que aquí hurga en los recuerdos y en los espectros dando como resultado una gran comedia dramática donde se mezcla lo sensual y lo gélido, el escalpelo y la poesía.
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