Al fin y al cabo la población LGTB se pasa gran parte de su vida ocultándose detrás de una careta
Los tiempos de Harvey Milk, Randy Shilt
UnHeimlich (Lo siniestro en Freud): Secreto, oculto, de modo que otros no puedan advertirlo, querer disimular algo; Unheimlich e inmóvil, como una estatua de piedra» En cuanto a lo siniestro evocado por el retorno de lo semejante y a la manera en que dicho estado de ánimo se deriva de la vida psíquica infantil, no puedo más que mencionarlo en este conexo, remitiéndome en lo restante a una nueva exposición del tema, en otras relaciones, que ya tengo preparada. Me limito, pues, a señalar que la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer; un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco, que aún se manifiesta con gran nitidez en las tendencias del niño pequeño, y que domina parte del curso que sigue el psicoanálisis del neurótico.
Lo siniestro, Sigmund Freud
Para explicar esta conversación debe mencionarse que en el centro de la mejilla izquierda de Georgiana había una marca singular profundamente entrelazada, por así decirlo, con la textura y sustancia de su rostro. En el estado habitual de su tez (una lozanía saludable aunque delicada) la marca tenía un tono carmesí profundo. Cuando se sonrojaba perdía gradualmente definición hasta que desaparecía en el torrente triunfante de sangre que bañaba con brillo la mejilla entera. Pero si alguna emoción cambiante la hacía palidecer, allí estaba de nuevo la marca, una mancha carmesí sobre la nieve, con una claridad que a Aylmer le parecía a veces casi temible. Su forma guardaba no poca similaridad con una mano humana, aunque del tamaño más diminuto. Los enamorados de Georgiana acostumbraban a decir que en el momento de su nacimiento algún hada había puesto su mano diminuta sobre la mejilla de la recién nacida, dejando allí esa huella en señal de los dones mágicos que le daban ese dominio sobre todos los corazones.
La marca de nacimiento (Cuentos góticos), Nataniel Hawthorne
Por Eduardo Nabal
Por si a estas alturas de la partitura alguien no lo sabe Halloween nunca fue una fiesta inventada por EEUU aunque se hayan apropiado de él a través del merchandaising hasta llevarlo a la locura colectiva organizada y, posteriormente, domesticada por el mercado del consumo a escala global y los sempiternos ‘family valúes’.
Con la gran hambruna en Irlanda a principios de siglo, muchos habitantes del viejo continente se fueron a Norteamérica o Sudamérica y también, más en concreto, por razones idiomáticas, a lo que hoy conocemos como los EEUU, en busca de un trabajo, un pariente lejano o una oportunidad en el ya entonces llamado ‘país de las oportunidades’, sin mucho criterio sobre el alcance de dichas oportunidades.
Por supuesto, solo una minoría lo consiguió, y no siempre de forma honorable. Hubo formas de vandalismo, legales o no. Y allí siguieron celebrando la fiesta de la cosecha y aquella en la que había que hacer ofrendas a los muertos, o por lo menos no enfadarlos ni sacarlos de sus casillas en los tiempos de menor prosperidad y economía en baja forma. Lo de llevarles flores hoy en un tranvía llamado ‘cementerio’ es lo mismo disfrazado de acción piadosa, no enfadar a los antepasados o conducir a los familiares directos al ‘cielo’.
Pero la historia viene de antes de todo esto, antes de los ecos del barrio de Nueva Orleans, donde coqueteaba con la muerte Blanche du Bois, rechazando las flores de la ancestral vendedora mexicana. Se llevaron la leyenda en los pisos bajos de los barcos con destino al llamado de la tierra en forma de nuevos colonizadores y migrantes no siempre bien recibidos.
Pronto sus representantes fueron mendigos y luego niños que pedían caramelos a los habitantes, a cambio de librarles de maldición y mala suerte, de los malos augurios y los ancestros airados, que no encontraron siempre cobijo bajo la estatua de la libertad, esa señorita tan poco sincera.
No obstante, tanto en Europa como en EEUU, la fiesta se les fue de las manos a los más tradicionalistas, y se convirtió en un día de bromas pesadas que llegaron a formas extremadas de gamberrismo que incluían el descarrilamiento de trenes y la apertura de los corrales en las granjas, atracos a sucursales bancarias, y otras de menor envergadura como pintar las fachadas o sabotear algunos vehículos.
Viendo que la cosa no iba a cesar, el mercado y los mercados de EEUU se fueron apropiando de ‘La noche de Haloween, del fuego, los niños llamando a las puertas y la calabaza, dándole un sentido más blanco, civilizado, candoroso y, sobre todo, más lucrativo para grandes empresas que organizaban eventos, construían parques temáticos y vendían disfraces para los peques o no tan peques. También para Haloween.
Las costumbres de EEUU, que varían por países, incluyendo la violencia primitiva y el individualismo, vienen de culturas próximas o del desarrollo de las ciudades grandes frente a los terrenos agrícolas y los latifundios. Hoy día nos da rubor que las discotecas hayan convertido algo así en un negocio espectacular, igual que los vendedores de disfraces y accesorios de adorno.
Hay muchas historias por contar acerca de los mitos de Halloween, que en definitiva, viene del Shamain céltico, aunque al menos esto nos reconcilia con una fiesta que si bien hoy se ha convertido, casi siempre y en su dimensión globalizada, en una horterada (no mucho mayor que las Navidades), nunca tuvo su origen al otro lado del océano, sino en la Europa de estos pueblos poco conocidos que llegaron hasta Galicia con sus hogueras y sus meigas susurrantes despertando iras de inquisidores, fanáticos de varias creencias y juegos religiosos de los antiquísimos puritanos oriundos de varias regiones de lugares variopintos y marcados por la tradición céltica y las religiones primitivas.
Aún hoy Halloween no es solo celebrado por las familias numerosas, los niños disfrazados ‘comme il faut’ y los fetichistas del consumo/consumismo. También, en San Francisco, se rememora los enfrentamientos con la policía de gays y lesbianas en los lugares de ocio de cualquier día festivo de la década de los sesenta.
Lo que inquietaba a la mayoría moral era el carácter espontáneo de la fiesta de Halloween celebrada por gais, lesbianas y, sobre todo, drag queens ostentosas y llenas de garbo que incomodaban al respetable y al sector más conservador de la comunidad LGTB, que ya buscaba facetas incólumes de ‘tolerancia’ y apareamiento con el heterosexismo dominante, a lo que se sumó la aparición de la pandemia del SIDA y el hostigamiento policial de cualquier tipo de festejo espontáneo.
Porque el desfile del Greengville Village no pretendía ser respetable. Nunca ha sido legal, como el propio Halloween, aunque ahora no consista en bromas peligrosas o actos de rebeldía espontanea, sino en acumular caramelos, teniendo ya un carácter meramente decorativo. Como tampoco eran legales los ‘die-inds’ de aquellas manifestaciones en las que los militantes de Act-Up “se hacían los muertos” para protestar con virulencia contra la inactividad de los poderes públicos ante el avance del SIDA y sus efectos en la comunidad gay, relegada en investigación, ayudas, acompañamiento etc.
El director de cine John Carpenter añadió algo de leña y sangre al fuego furioso de la fiesta con una película de terror de cierta -tampoco excesiva- calidad y bajísimo presupuesto, donde un joven psicópata se escapa del psiquiátrico en que fue recluido de niño (por el asesinato de su hermana y su novio en pleno acto sexual) y vuelve a su pueblo natal la noche anterior a Halloween. Todo ello en los años 80, años de rearme ‘moral’ y vuelta al conservadurismo, tras el asesinato de Harvey Milk y la llegada al poder del reaganismo y sus acólitos en asociaciones ‘familiaristas’ o ultrareligiosas. En un pueblo del centro de EEUU, ochentero y conservador, que aparentemente relaja sus costumbres en forma de fiesta juvenil, los partees caseros.
Carpenter retrata esos pueblos provincianos, esas universidades frívolas, esos/as jóvenes descerebrados ajustando cuentas, como Myers, como una sociedad banal por la que nunca ha demostrado demasiado afecto ni empatía. Sobre ellos volcó la ira de una herida juvenil en forma de trauma porque detrás de toda celebración mentirosa y forzada hay un ser, infeliz y desesperado, lastimado por el pasado o hastiado del presente, un solitario, marginado o no, buscando respuestas. Como los festejantes no heterosexuales desplazados del corazón de la fiesta.
Además, Carpenter supo apuntar sin nombrar la herida sociológica e histórica de los EEUU, el pasado de los puritanos que reprimieron aquellas corrientes de subversión venidas de Europa o que ya existían en el México de los muertos como fiesta rutilante.
Como se aprecia en la narrativa de pioneros como Hawthorne (La marca de nacimiento, La letra escarlata, El velo del ministro) el rechazo social, el estigma, la marca, tienen un origen social, además de unas connotaciones económicas y sexuales mucho más complejas de las que puede comprender la dimensión de un psiquiatra colaboracionista con “las fuerzas del orden”, aunque sea de película. De ahí que las fuerzas médicas no puedan cazar a Jason, ni sus balas matarlo. Jason no existe, representa, figura, no es un cuerpo, es una fuerza oculta pero irrefrenable, no es un no-muerto, ni un muerto viviente, es el pasado sofocado que brota, como el agua por una tubería rota en los EEUU de principios de los ochenta y la era del neo-puritanismo reaganiano, además de la adolescencia, la juventud y el descubrimiento de la sexualidad en pandilla o en solitario/asilamiento (en fiesta o reclusión, en fiestas o cuidando niños/as de terceros) cuando todas ellas se reprimen, se festejan, se sufren o disfrutan a la vez que se confunden.
También vemos algo de lesbianismo reprimido en el personaje de Laurie (James Lee Curtis), la única que no parece interesada en las fiestas “para salir con chicos” y la única capaz de hacer frente a Jason (por el que siente una morbosa mezcla de temor, pánico ancestral y empatía)
Laurie es la mujer estigmatizada, el loco, el chico voyeur, el sociópata en el colegio estúpido, el marginado en el instituto alienante, el gay reprimido, la lesbiana oculta, la drag desafiante, la trans tras las cortinas de la ducha (como un heredero de Norman Bates), el hermano incestuoso, los celos extramatrimoniales, el fetichismo, los impulsos que se quieren convertir en perversos pero no lo son. Los inocentes sacrificados, los polimorfos, las sombras de lo cotidiano, cuando se vuelve siniestro bajo una luz distinta, como ese armario de varias puertas donde la joven protagonista y el psicópata enmascarado libran una de sus más cruentas batallas ¿por la supervivencia del uno a costa del otro?. El autómata que cobra vida en la oscuridad. Que sale de los oculto, que penetra en el armario familiar . La respiración entrecortada, que parece impaciente ante las risas tontas y las conversaciones banales. Impaciente por matar, vengarse, explicar que sucedió realmente o que no sucedió nunca, lo que se oculta y lo que es demasiado evidente. El pasado que nunca fue pasado, el presente que vuelve a ser pasado, el pasado que vuelve a ser presente, el presente que vuelve a ser pasado.
Fuente: SKALL DAVID. J. Hallowen. La muerte sale de fiesta. Ediciones de Ensayo. Espop. Es.
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