Por José García*
Cuando el pasado diciembre el grupo de teatro de ‘Cuerpos Periféricos en Red’ decidimos llevar a escena en la Sala Central Lechera de Cádiz el espacio enloquecedor del sidatorio cubano, nunca pensamos que el acto de revisitar aquel experimento de reclusión hospitalaria forzosa de las personas infectadas por VIH en la Cuba de finales de la década de los ochenta pudiera adquirir tal carácter premonitorio de cuanto nos acontece, aquí y ahora.
Por supuesto, yo no trato de establecer ninguna forma de analogía entre la naturaleza epidémica del sida y la del COVIC 19. El virus del sida no responde a ningún patrón de ‘transmisión casual’, requiere de un intercambio importante de fluidos corporales para devenir en infección, que solo puede producirse a través de prácticas corporales muy concretas. El aislamiento físico de la persona seropositiva, su internamiento forzoso y perpetuo en instituciones totales, la separación social del contagiado, no pueden ser expuestos más que como una de las mayores atrocidades perpetradas por las burocracias médicas del siglo XX contra ciertos grupos humanos que sirvieron de chivo expiatorio durante aquella crisis de salud. La técnica del sidatorio responde a la lógica de otras formas pretéritas de control de enfermedades como la sífilis, que también comportó persecución de las prostitutas y su encierro forzoso en los burdeles. En cambio, el aislamiento domiciliario al que nos conmina la epidemia del COVIC 19 arraiga en los métodos de contención de otras calamidades históricas como la peste. Solo que en una sociedad hiperconectada y gestionada por el análisis de big data.
Como en ese episodio inédito de Black Mirror, la profilaxis ya no viene dada por la interposición de una simple barrera de látex que evite el intercambio de fluidos corporales, sino de sólidas pantallas de cristal que aseguran la inmunidad del cuerpo encerrado en su espacio estrictamente íntimo y personal, permitiendo el intercambio de información esencial para la supervivencia de la distopía, al tiempo que evita una fisicidad que se intuye letal. De esta forma, ya no es la promiscuidad sexual el nuevo anatema, la caja de Pandora, el quinto jinete del apocalipsis, sino la ‘promiscuidad social’ en un sentido más amplio. En la sociedad post-COVID 19, la sociabilidad será considerada negligencia imprudente, cuanto menos relaciones sociales establezcamos más aumentará nuestra sensación de seguridad; el espacio público, refugio de los nadie y los invisibles que carecen de un amplio y confortable espacio íntimo y personal, será un lugar proscrito y militarizado.
En esta cuarta semana de confinamiento, se me embotan los sentidos frente al televisor y las redes sociales. Hablan de escalada y desescalada de la pandemia, me atiborran con datos; datos de infectados, de muertos, de desempleados, de sancionados, de detenidos. La periodista Mamen Mendizábal arenga a su experto en sucesos en tono marcial: “Parte de guerra: ¿cuántas detenciones hoy?”. El experto alaba la labor de ‘los policías de visillo’ que graban y denuncian a sus vecinos infractores del confinamiento. Se anima al somatén balconístico. La delación ha regresado como práctica habitual de relación entre la ciudadanía en esta nueva sociedad distópica.
No tengo muy claro, y discúlpenme el pesimismo, que las iniciativas que se están impulsando desde ciertos sectores de la sociedad civil para potenciar las redes de cuidado mutuo, ni los encendidos aplausos al personal sanitario, ni la información bienintencionada pero construida a base de eslóganes simplistas que se nos repiten una y otra vez, vayan a constituir un antídoto lo suficientemente potente frente a las tentación totalitaria de quienes ya incubaban desde mucho antes de la irrupción del coronavirus el regreso a un futuro disfrazado de progreso tecnológico.
En 2006, abordé la teoría del ‘pánico moral’, de Stuart Hall, en mi libro Crónicas carcelarias. Líneas prostituidas. El ‘pánico moral’ se instala en las sociedades cuando se las sobrexpone a una retahíla de datos que tratan de evidenciar el incremento exponencial de un peligro, se exige de los tribunales sentencias ejemplares, a la policía una actuación contundente, los intereses de las élites se presentan como los intereses de todos. En la producción del ‘pánico moral’, los medios de comunicación social, hoy mucho más sofisticados que en la época en que Hall desplegó su teoría, juegan un papel fundamental como instrumentos para el control social. Pero el ‘pánico moral’ no solo tiene sus instrumentos. También tiene sus consecuencias prácticas: un incremento del punitivismo como dogma inevitable para la salvaguarda de ‘la comunidad’.
Así se vio -se cumplen ahora veinticinco años- con el pánico a la corrupción de menores a raíz del caso Arny, en Sevilla. Todavía recuerdo, meses después, paseando por la capital hispalense, la pintada a las puertas de la Itaca en la que se leía: Fuera maricones. El ‘pánico moral’ ya había cumplido todo su ciclo: los acusados, procesados en juicios paralelos; los locales señalados en el entorno degradado de la Plaza de Armas, clausurados; la comunidad lgtbiq de toda Sevilla, amenazada. Y las promotoras inmobiliarias que ambicionaban la remodelación urbanística de la zona frotándose las manos por la migración vecinal que implicó el escándalo y la desaparición de las corporalidades indeseables. De aquella infección social.
Lo mefítico y lo facineroso emergen sobre campos semánticos que comparten un área de significación bastante amplia en la cultura moderna. Los procesos de semiosis por los que estos semas son trasladados al cuerpo social en la era del tecnocapitalismo, hasta inocularlo con el virus del ‘pánico moral’, son hoy múltiples y muy sutiles, pero no por ello menos intensos ni persistentes en su acción. Las consecuencias van a ser más evidentes: será necesario señalar a un culpable, un culpable que será siempre y solo ‘el otro’; se hará bandera de la antipolítica y se reclamará la dirección de un líder carismático; las grandes corporaciones encontrarán la manera de capitalizar tanto sufrimiento; la ‘España de los balcones’ sacará a pasear el fantasma de la ‘antiespaña’ para exorcizar al virus antes de que llegue hasta la puerta de su casa.
En otro plano de discusión, la crisis del coronavirus constituye también la puntilla final al antropocentrismo. La vulnerabilidad de la especie humana ante formas de vida microbiótica de elevado carácter patógeno nos invita a reconsiderar también las relaciones con el otro no humano, con los animales, con el planeta, con todas las formas que adopta la vida. Los virus ya no distinguen, saltan de unos ordenadores a otros, de los animales a los humanos, de los humanos a otros humanos. La ciencia también tiene la responsabilidad de asumir paradigmas posthumanos para afrontar este reto. Se requieren más iniciativas como las de One Health Initiative, un grupo de investigadores que considera que la salud humana, la salud animal y la salud del ecosistema están inextricablemente conectadas, intentando promover y mejorar la salud y el bienestar de todas las especies, intensificando la colaboración entre médicos, veterinarios y otros profesionales científicos de la naturaleza y el medio ambiente, sobre la base de la sencilla hipótesis del isomorfismo de las estructuras humanas y animales por la inmunología, la bacteriología y los desarrollos de las vacunas.
Me consta que el discurso médico, desde hace bastante tiempo, está completamente contaminado por las metáforas bélicas. Pero el abuso de esas metáforas pueden oscurecernos a la vista la naturaleza esencialmente monosémica de la enfermedad. Esto no es una guerra, es una epidemia. Y cuando llegue el anunciado periodo de reconstrucción no harán falta arcos para el triunfo ni valles para los caídos. Harán falta mejores hospitales, garantías para una vida digna, más libertad, más derechos civiles, otra comprensión de la naturaleza, mejor información. De ninguna otra manera podrá concluir esta distopía de manual.
*Profesor y periodista, José García ha desarrollado una ingente labor profesional en la prensa médica especializada
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