
Por Eduardo Nabal
La vida lenta es una de las novelas más accesibles del escritor marroquí afincado en Francia Abdela Taïa, uno de los nombres mas importantes de la literatura europea contemporánea. De nuevo, el autor hace un recorrido autobiográfico marcado por las heridas del pasado y por un presente que retrata con ritmo, mezclando el dolor y la ironía, mostrando el racismo creciente en el París que lo acoge y en una Francia que aún conserva heridas de su propio pasado.
Taïa escoge al personaje de Munir, que guarda claros paralelismos con la personalidad y los rasgos del propio autor, para hacer un recorrido por los rincones de la capital francesa, sin olvidar ni dejar de denunciar el machismo y la homofobia de un sector de su cultura y lugar de origen, un lugar del que se exilió pero que lleva consigo tatuado en la piel y los recuerdos.
Munir se aloja en una pensión donde logra finalmente entenderse con la ruidosa casera y vive una furtiva historia de amor que evoca sus primeros encuentros sexuales, aún más furtivos, en su país, marcado por la religiosidad islámica. Pero Francia ha empezado a desconfiar de la raza árabe, a teñirse de los colores del fanatismo blanco e impoluto.
Sin dejar de experimentar con el lenguaje, el monólogo interior y la superposición de distintos personajes de diferente bagaje humano e histórico, Taïa, en su novela más ágil y accesible, se muestra también pesimista respecto a la desconfianza de un sector del pueblo francés hacía los árabes, como nos narra en su aventura amorosa con Antoine, un policía ingenuo que acaba convirtiéndose en un fantasma y un verdugo.
Narrado en párrafos breves y a través de distintos personajes, el periplo de Munir por la ciudad de la luz, a pesar de sus momentos de libertad y calidez, no tendrá un final feliz porque ve su identidad escindida entre las tradiciones heredadas, que también sufre su prima en Bélgica, y el nuevo racismo acuciado por la sombra del terrorismo del que el personaje se verá finalmente acusado en un final sorprendente y fatalista.
Sus diálogos con la anciana casera que guarda la memoria de la ocupación durante la guerra, sus disputas con sus compañeros de vivienda, su amor furtivo en distintos lugares y su búsqueda de una seguridad se ven truncados por el fantasma del fascismo instalado en el subsuelo francés. De nuevo frases cortas, introspectivas, mezcladas con monólogos más extensos y una gran capacidad para retratar el miedo a la soledad de todas sus criaturas, tanto en su lugar de origen como en su actual ciudad de acogida que, sorprendentemente, se acabará convirtiendo en una trampa para su vida y sus emociones.
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