
Por José García
Voy a dar categoría de axioma a la sospecha cada vez más fundada de que los grandes personajes de la Modernidad nunca fueron entidades de una pieza, más bien personalidades con rostro poliédrico, en constante progresión, sujetos nómadas o, sobre todo, poetas trashumanantes, como en el caso que me ocupa hoy. Esta convicción me surge después de haber tardado tanto en acercarme a la prosa de juventud de Pier Paolo Pasolini, de cuyo nacimiento celebraremos su centenario el próximo año.
Hasta encontrarme con Actos impuros y Amado Mío, dos novelas cortas con las que Pasolini nos abre las puertas a su juventud, al paisaje friulano, al maestro desertor a la guerra de Mussolini, al poeta expulsado del Partido Comunista Italiano bajo acusación de corrupción de menores pero, sobre todo, a un deseo homoerótico no por más implacable menos atormentado, no me había dado cuenta cuán inescrutable me resulta su vasta obra, que abarca desde la poesía hasta la novela, el ensayo y el cine, por más que me afane en comprenderla en toda su magnitud.
Me parece que me he encontrado con un Pasolini inédito en mi memoria. Muy lejos de aquel que convirtió el escándalo en expresión cultural y política de la crítica tanto a la moral burguesa como a la izquierda consagrada a construir un proletariado redimido de sus bajas pasiones. Pienso en sus declaraciones a una televisión francesa, mientras se encontraba en París para controlar la versión gala de su última e inquietante película Saló o los 120 días de Sodoma, recopilada junto a su amplia correspondencia por su biógrafo Nico Naldini (1989): “Yo pienso que escandalizar es un derecho, ser escandalizado un placer y quien rechaza ser escandalizado es un moralista… También he hecho en estos días dos “modestas propuestas” a la manera de Swift: devorar a los profesores de la escuela obligatoria y a los dirigentes de la televisión italiana…”. Poco después, el poeta moría asesinado en la playa de Ostia mientras buscaba unos negativos perdidos de Saló.
Ciertamente, si el Pasolini de la última obra que realizó en vida tan desconcertante interpretación del texto del Marqués de Sade nos lega una alegoría inquietante y despojada de toda forma de pudor sobre el advenimiento y decadencia del fascismo en Italia, el joven poeta de las Poesie a Casarsa, periodo en el que escribió también aquellos Actos Impuros y Amado Mío, elaboraba sus poemas según el programa del ‘arcaísmo heredístico’, con epígrafes de acentuado valor testimonial. En este sentido lo expresa Naldini, quien apunta que “estos versos, que hablan de los humildes personajes de Casarsa (…) colocan a la figura del poeta en su grandioso plano confesional y al mundo humilde que le rodea en una perspectiva mítica con intensos escorzos de vivencias reales y simbologías”.
En sus primeras novelas juveniles, donde narra sus experiencias amorosas por la región de Friuli, junto a Los Alpes italianos, entre los años 1943 y 1949, aunque estos dos textos no fueran publicados hasta 1982, de manera póstuma, encontramos una intensidad lírica y una evocación de todo este paisaje rural que me recuerda inevitablemente a la poesía neopopularista que cultivaron en algún periodo de su vida poetas andaluces como Lorca o Alberti, con quienes Pasolini compartió algunas referencias como Juan Ramón Jiménez o la poesía simbolista francesa. Actos Impuros y Amado Mío son, tanto en el fondo como en la forma, novelas bastante ‘sensoriales’ que, según sabemos por su biógrafo, coincidieron con obsesivas ideas de suicidio y de ‘curación’: “Tal vez se trate de aquel secreto mecanismo de resarcimiento que por primera vez enlaza padecidas visiones homosexuales al ‘misterio campesino’, configurando, sin más escenografías literarias, las originales silhouttes (siluetas) de las poesías friulanas”.
Esas pulsiones de autorrechazo no nos privan, sin embargo, desde su primera juventud, de observar un Pasolini sensual, apasionado, dibujante de una corporalidad popular que él supo retratar como pocos. De hecho, en 1947, ya había escrito en sus ‘Cuadernos rojos’: “¿Deberé hablar del ‘chico rubio’ -enésima criatura de mi imaginación- que habría debido encontrar en Casarsa, por fin, con todas la delicadezas y los misterios de un estudiantillo adolescente, y que sería capaz (¡Qué absurdo era todo esto!) de comprender mis deseos y de compartir la alegría sublime de un abrazo? Lo hacía mío en mis fantasías eternas, insoportables; lo acariciaba descubriendo en él las más torturantes y sutiles seducciones… una cierta languidez… una cierta ligereza… y aquellas líneas fascinantes que dibujaban una belleza efébica desde la curva de los labios hasta los complicados diseños del regazo y de las caderas… Estaba destinado a torturarme durante meses y meses con imaginaciones de este tipo y por otra parte al menos hacía ya cinco años que las había iniciado”.
Así, parece que el coming out de Pasolini, el despertar de la conciencia de un deseo disidente en el poeta, estuvo revestido de la misma sensación de confrontación interna que en otros ateos que también glosaron las manifestaciones de la religiosidad popular. En este punto, resulta clarividente el Prefacio que escribe el poeta a Actos Impuros y Amado Mío, encontrado también entre sus papeles inéditos por la editora Concetta D’Angeli, y que dice respecto de los protagonistas de sendos relatos: “La ‘experiencia’ y el ‘dios’ que, antes o después, terminarán por acorralar a Paolo y Desiderio, permanecen en la sombra frente a la evidencia del mal. La luz del escándalo siempre es demasiado intensa.Y el lector, por lo menos así lo supongo, siente ciertas prevenciones sobre el amor de Paolo y Desiderio: piensa, por ejemplo, que es contagioso… Piensa que se puede modificar con ayuda de la voluntad… No quiero hablar de lo que pueda pensar sobre el aspecto pornográfico de ese amor (…) ¿Debo añadir que los chicos, en ningún caso, con la sola y especial excepción de Iasis, resultaron contagiados?”.
Eros atormentado.
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