
Por Eduardo Nabal
En solo treinta minutos tenemos frente a nosotros a tres de los iconos de la cultura queer del siglo XX que, a pesar del apreciable y estilizado resultado final, no acaban de casar bien entre sí.
La puesta en escena, plenamente almodovariana, con sus colores encendidos, la evanescente partitura de Alberto Iglesias y el movimiento de la protagonista tanto en su breve salida al exterior como en su claustrofóbico derrumbe y salida a flote. Tilda Swinton es una de las actrices más versátiles de su generación, primero musa de Derek Jarman (con el que fustigó sin piedad a la Inglaterra tatcherista) y luego actriz todoterreno- entre el cine europeo y el estadounidense más o menos independiente con nombres como Jim Jarmush o Luca Guadanino- y su recital no deja ningún cabo suelto, pero no es la actriz apropiada para expresar desvalimiento, de ahí la fuerza dinámica de su final catártico.
Almodóvar, que en unos elegantes decorados que pasan del escenario teatral al interior de un piso de lujo ya utilizó el para mí algo molesto y tremendista monólogo de Cocteau en filmes como La ley del deseo, con fines más bien humorísticos. El texto se les queda pequeño tanto a un director con un universo audiovisual tan potente -capaz de hacer de un puñado de píldoras para dormir un juego de colores hechizante- como a una actriz tan poderosa, llena de recursos, pero poco apropiada para sufrir por la ausencia de un hombre insensible y violento.
Swinton logra elevar el tono de algunos de los momentos de su periplo emocional entre el derrumbe y el miedo al futuro, pero echamos de menos esa leña al fuego que el director se reserva para el final del filme. Algunos elementos decorativos del apartamento donde lucha la protagonista contra los fantasmas del pasado homenajean al universo poético de Cocteau, otros a la androginia de la propia Swinton y otros a obras anteriores de Almodóvar con esas terrazas floridas y esos cuadros a la vez bellos e inquietantes que sirven como telón de fondo.
Estamos ante un exquisito pero imperfecto ejercicio de estilo donde de nuevo contamos con una hipnótica fotografía de Jose Luis Alcaine y todos los elementos escénicos habituales en el realizador, pero no llega a haber una verdadera comunión entre la actriz inglesa y el realizador español salvo en algunos de los momentos mas bizarros de un filme que fascina, pero no termina de convencer, tal vez por las limitaciones del guión teatral en que se inspira, a pesar del esforzado intento del director y la actriz por actualizar y revitalizar su contenido.
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