‘Los caballos De Dios’, un imprescindible del cine marroquí

Por Eduardo Nabal

A partir de la inspirada, potente y descorazonadora novela del escritor Mahi Binebine, con cierta fidelidad a los acontecimientos del relato original y a los personajes que presenta, el realizador marroquí Nabi Ayouch realizó una más que enérgica y entonada película sobre un grupo de adolescentes que sobreviven en las afueras de Casablanca, poco antes de los célebres atentados del año 2003. 

Con un montaje agresivo y enérgico, como lo es, en ocasiones, la conducta de sus jóvenes protagonistas, el realizador mezcla una vida familiar algo desgastada con la inmersión progresiva del protagonista masculino Yachine (un soberbio trabajo de Abdelhakim Rachid) en la causa del fundamentalismo islámico, cuando tras una serie de tristes sucesos en la zona en la que juega al fútbol y convive con su cuadrilla, su hermano mayor Hamid sale de prisión imbuido de ideas contra la opresión de Occidente y la trama sionista que amenaza la supervivencia del pueblo árabe. 

El realizador, que también ha demostrado su empuje narrativo y compromiso social en filmes como Razzia, mezcla los sensuales primeros planos de los actores -con algunas secuencias de un descarnado o contenido homoerotismo, incluyendo amistades íntimas, arrebatos de homofobia y amor sublimado- con amplias panorámicas de la ciudad, mostrando en un festín visual -donde se unen la belleza y la sordidez- los mercados, los refugios, los basureros, las casas derruidas y los hoteles de lujo que parecen convivir en una zona en que su identidad queda señalada por esos prolongados primeros planos que subrayan sus dudas interiores. 

Aunque el propio hermano que lo ha embarcado en esa empresa de terrorismo suicida tiene sus dudas cuando ve que los grandes predicadores son gente mayor y al margen de los sucesos,y los mártires son muchachos jóvenes que van a dejar huecos irreparables en sus familias, el protagonista parece haber encontrado un sentido a su vida y a sus dudas identitarias en ese catártico sacrificio en nombre de Dios y la libertad de un pueblo sometido por las grandes potencias. 

Ayouch juega con un montaje alternado de gran precisión, con una enorme sensibilidad a la hora de dirigir a sus actores y con una inquietante ambigüedad en lo que realmente está sucediendo dentro de sus mentes, lo que lo separa algo de ese monólogo crispado, mordaz y caleidoscópico de la novela en que se basa. Con todo, estamos ante uno de los filmes marroquíes más solventes y de factura más impecable de los últimos años, con su discurrir irrefrenable, las tonalidades oscuras que van tiñendo la inicial luz del sol de las calles donde juegan y se pelean esas pandillas de muchachos. El realizador y su guionista saben resolver de forma, a la vez cruda y estilizada, los momentos más difíciles de su relato, como cuando esos jóvenes entran armados en un hotel al son de un zapateado flamenco que se superpone a sus rostros sudorosos. 

El día y la noche, los reencuentros furtivos y la fobia visceral hacía los desmanes policiales, el sentimiento de pertenencia a un grupo, las imágenes de la historia y el afecto casi enfermizo entre algunos de los jóvenes son algunas de las bazas de esta tragedia colorista, enervada y testimonial, que deja muchos interrogantes entre los escombros de una absurda explosión. La estupenda gama cromática de Hichame Alaouie, pasando de la claridad a los tonos solemnes y opacos, y la hipnótica banda sonora, con tonos -al mismo tiempo localistas e inquietantes- de Malvina Meinier acaban por otorgar cartas de nobleza a una inmersión inolvidable en los meandros de un mundo a punto de estallar. Una gran novela breve convertida en un enérgico clásico moderno del cine marroquí, sin tapujos al hablar de la vivencia, entre furtiva y ofuscada, de la homosexualidad allí donde está prohibida por las leyes. 

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