
Por Juan Argelina
En una de sus performances más recordadas, el 21 de octubre de 1988, Pedro Lemebel irrumpió, junto a las Yeguas del Apocalipsis, en la presentación del Premio Pablo Neruda que tuvo lugar en la casa donde vivió el poeta, en el Barrio Bellavista de Santiago de Chile, para realizar una simbólica «coronación de espinas» al ganador del evento, el escritor Raúl Zurita, como una estrategia de provocación hacia el «establishment» literario oficial y una llamada de atención política frente a un artista que había llegado, en otra acción relevante y controvertida, a quemarse a sí mismo con un hierro candente, para mostrar su impotencia ante a la realidad y su necesidad de expresar sin palabras el dolor y el rechazo a una dictadura que le humilló y torturó junto a miles de personas.
Fue la primera vez que las Yeguas del Apocalipsis se dieron a conocer al público. El propio Lemebel había creado el movimiento junto a Francisco Casas en 1987, aún bajo la dictadura de Augusto Pinochet, iniciando un proyecto que se convirtió en un referente, no sólo para el mundo del arte, sino también para la organización y el activismo del colectivo LGTBQ en Chile. Tremendamente subversivos, hacían apariciones que denunciaban las violaciones de derechos humanos, incomodando la presentación de eventos que trataban de «normalizar» los discursos oficiales con una visión histórica manipulada, como en el caso de su intervención en los actos de celebración del 12 de octubre de 1989, donde extendieron un tapiz con el contorno de Latinoamérica y un cartel con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cubriendo su superficie con vidrios y trozos de botellas de Coca-Cola, a la vez que iban salpicándolo de tinta roja, a modo de sangre, mientras iban caminando a su alrededor.
Formaron parte de los orígenes del movimiento de liberación gay en Chile, coordinando el primer encuentro gay-lésbico realizado en Coronel en 1991, y, en su última aparición, en La Habana, en 1997, maquillados, con tacones altos y vestidos de negro, colgaron un gran cartel en el que se podía leer: «Hablo por mi propia lengua, mi sexo y mi social popular«. Lo de «yeguas» tenía que ver con la reivindicación de un feminismo radical: en Chile esa palabra es sinónimo de una mujer libertina, como perra o puerca. Al utilizarla en un contexto transgresor, no sólo la descargaron de su significado misógino, sino que, al unirla al «apocalipsis», la convirtieron en una metáfora del sida. Un nombre rutilante, que sirvió de espejo al modelo revolucionario que simbolizaba el cuerpo travestido y maltratado del hombre que se atrevía a cuestionar el modelo normativo de su propio género, y que, por tanto, era el objetivo a «liquidar» por la represión de un Estado basado en los preceptos de la tradición católica heteropatriarcal. Pero no sólo por ese Estado.
Los prejuicios antilésbicos y antigays fueron considerados durante mucho tiempo como irrelevantes también para los movimientos de izquierda, que siempre consideraron cualquier tema relacionado con la sexualidad como algo enmarcado en la esfera de lo «privado», y, por lo tanto, de orden secundario, tachando de insolidarios o egoístas a quienes intentaban ampliar el espectro de las formas fundamentales de opresión a las cuestiones de género, ya que esto, desde su perspectiva, desviaba la atención de la «prioridad revolucionaria». De este modo, opresión sexual y opresión de clase no iban de la mano en su ideario, y, en muchas ocasiones, se llegaba a decir que incidir en el estudio de la diversidad sexual era una «debilidad pequeñoburguesa», de modo que el aislamiento del colectivo LGTBQ se producía en todos los ámbitos de la vida social y política, abocado a la clandestinidad, al escarnio y a la violencia, en un silencio histórico.
Las personas que fueron vejadas, que sufrieron agresiones, que fueron perseguidas, detenidas, torturadas e incluso internadas en campos de exterminio, no aparecieron en la memoria colectiva de la violencia. ni atrajeron el interés de los investigadores, ni produjeron sentimientos de solidaridad social, hasta fechas muy recientes. Por ello, las acciones de Pedro Lemebel se pueden calificar como «heroicas», sobre todo si tenemos en cuenta que se enmarcan en el contexto de una dictadura militar autoritaria, y que, en todo momento, siempre se mantuvo fiel a su ideología comunista. Desde el momento en que se puso los tacones de aguja en televisión, expuso su travestismo como un acto político, que definió como esencialmente comunista, aunque, de hecho, fue mucho más allá. Toda su obra literaria lo demuestra.
Sus escritos son crónicas directas del submundo en el que se mueven esos personajes que la hipocresía moral lanza al olvido, y quiere conmovernos, abriéndonos los ojos a la oscuridad de sus espacios, al tiempo que pone en evidencia las escenas de horror de la dictadura. Como él mismo dijo: «la literatura para mí solo es solo una pizarra para mancharla de estrategias deseantes«. Desde los sucesos más cotidianos en la vida de cualquier ser humano hasta las tragedias más devastadoras, pasando por los hechos más extraños, todo era susceptible de convertirse en materia de sus crónicas. Pero en todas ellas, centraba su atención en lo «marginal», en aquello que permanecía al margen de las normas establecidas. Y así, elegía como protagonistas de sus relatos a seres que, por diversas razones, se encontraban silenciados por los discursos hegemónicos. Siempre apostó por este grupo excluido e ignorado por la sociedad y les cedió no solo la mirada, sino también la voz. Por ello debía fundir su compromiso político a la lucha por la liberación sexual. Y, en eso, fue un pionero y un maestro.
“Si algún día haces una revolución que incluya a las locas, avísame”, le dice «la Loca de Enfrente«, personaje principal de su novela Tengo Miedo Torero, a un guerrillero de izquierda que planea un atentado contra Pinochet. La aparente contradicción, a la que nos referíamos antes, entre la prioridad de la opresión de clase frente a la opresión sexual, se nos muestra aquí en toda su dimensión humana. La película que sobre esta novela ha realizado el director Rodrigo Sepúlveda lo refleja muy bien, logrando transmitir la emoción de una «vieja loca» que habita en ese mundo marginal, en el que sólo el placer del «glamour», que le ofrece la dignidad que se le niega, y que comparte con sus iguales, le permite soportar el dolor del desprecio social, la represión y el peligro de muerte. Esa emoción, que evoca la situación que ya planteó Manuel Puig en El Beso de la Mujer Araña, logra su máximo nivel en los momentos más íntimos, cuando la frialdad del revolucionario cede paso a la confidencia del secreto jamás revelado, que no es más que la expresión del deseo reprimido desde lo más profundo. Y, a partir de ahí, no hay más que preguntas sobre los límites de una acción política que, en ese momento, no permitía traspasar el rigor moral compartido entre derecha e izquierda.
La Loca quiere comprender, desea luchar como su amado revolucionario, se integra en las manifestaciones contra la dictadura y se enfrenta directamente con los militares, sin hallar su ubicación exacta. Es como un pez fuera del agua, exponiéndose hasta las últimas consecuencias, hasta que advierte la amarga realidad de su posición en el tablero. ¿Qué hacer? Lemebel nos coloca ante una disyuntiva compleja: el guerrillero se presenta en la casa de la «loca» marginada como el arquitecto que la asegura del derrumbe, pero sus mundos solo coinciden en el interior de sus muros endebles. Fuera, sus luchas siguen senderos paralelos, y sólo ahora, con el paso del tiempo, entendemos los puntos de convergencia.
En 1986, en el transcurso de una reunión clandestina de representantes de partidos de izquierda en la Estación Mapocho de Santiago, Lemebel leyó su manifiesto Hablo por mi diferencia, donde le preguntaba a la audiencia, entre otras cosas: “¿Qué harán con nosotros, compañero?¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un sidario cubano? Nos meterán en algún tren de ninguna parte”. Algunos le querían pegar, otros se emocionaron. Estaba a mitad de camino entre un cuento, una crónica y un poema. Supongo que obligó a la izquierda a plantearse lo que no querían, y fue el inicio de un cambio muy grande. Si no hubiera sido por Pedro Lemebel, y más tarde por las acciones de las Yeguas del Apocalipsis, las cosas no habrían sido como fueron.