Cine de terror e insubordinación social

Una escena de Thelma, de Joachim Trier.

Por Eduardo Nabal y Juan Argelina

La suya era una oscuridad impenetrable. Yo le miraba como se mira, hacia abajo, a un hombre tendido en el fondo de un precipicio, al que no llegan los rayos del sol… Una noche, al entrar en la cabina con una vela, me alarmé al oírle con voz trémula: «Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte». La luz estaba a menos de un pie de sus ojos. Me esforcé en murmurar: «¡Tonterías!». Y permanecí a su lado como traspasado. No he visto nunca nada semejante al cambio que se operó en sus rasgos, y espero no volver a verlo. No es que me conmoviera. Estaba fascinado. Era como si se hubiera rasgado un velo. Vi sobre ese rostro de marfil la expresión de sombrío orgullo, de implacable poder, de pavoroso terror… de una intensa e irremidible desesperación… Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, en un grito que no era más que un suspiro: «¡Ah, el horror! ¡El horror!. 

Francis Ford Coppola revivió este episodio de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, en Apocalypse Now (1979), mostrando la inquietante imposibilidad de aplicar la razón al desorden originario de esa selva indomable que refleja el caos sanguinario del colonialismo y la guerra. En la novela de Conrad, Marlow, representado en la película por un Martin Sheen embriagado por un destino que trata de entender sin conseguirlo, no puede evitar revivir una y otra vez el destino de Kurtz en una pesadilla sin fin, con sus últimas palabras grabadas en su memoria a modo de recordatorio del enigma del destino de todo ser humano, el miedo a la muerte, al vacío, al enfrentamiento con lo desconocido, a lo que escapa a la lógica de nuestras rutinas cotidianas, y que desborda los límites de nuestra área de confort. La literatura se ha hecho eco de ello a lo largo de la historia, e incluso antes de su existencia, la arqueología nos ha ofrecido numerosos ejemplos de sacrificios y rituales antiguos para exorcizar los males que aterrorizaban a poblaciones inmersas en una naturaleza hostil y amenazante. 

Como somos seres eminentemente visuales, la representación del mal ha estado plagada de imágenes terribles, que no eran más que el reflejo de ese miedo primario, de esa emoción irracional perversamente utilizada por el poder a lo largo del tiempo, en cualquier contexto, para justificar sistemas de dominación y aniquilar al enemigo, porque el miedo atrae y repele a la vez, incitando constantemente al deseo de autodestrucción, pero también al del renacimiento, subvirtiendo las normas y alejándose del mundo conocido, como en la metáfora del río de El corazón de las tinieblas, que poco a poco se va hundiendo en el corazón del terreno ignoto de África o en las profundidades de la selva de Indochina. El barco que navega por él no parece sino un cascarón de nuez, irrisorio ante la desmesura de sus aguas, tan pequeño que sus hombres no pueden más que entregarse a la oscuridad espectral de la jungla y a los delirios de su mente. Una vez que las reglas del juego dejan de existir, no queda más que esperar el fin. Ante «el silencio de la tierra que se introducía en el corazón de todos», la música de los Doors acuna el paisaje hasta la llegada de la muerte. Es un viaje iniciático que ya se plasmó en la Odisea de Homero o en la Divina Comedia de Dante, mostrando los peligros de los «desvíos» imaginarios y los cantos de Sirena.

Observar, mirar, cotillear, espiar… De hechizados a locos. De brujas a “descarriadas”. De rebeldes a sociópatas. Aún hoy resulta difícil hacer una aproximación sociopolítica a un género tan maltratado y adorado como el “cine de terror”, tan viejo como el cine mismo. Pero tal vez vaya siendo hora de quitar las etiquetas de los géneros en los estantes. Los géneros sexuados, cinematográficos, literarios, las realidades corporales, las verdades absolutas de la mente, muchas veces fruto del sedimento de una organización social incuestionada. Si los años treinta son el tiempo de los monstruos, los cuarenta el del miedo de luces y sombras, los cincuenta la entrada de nuevos nombres y temáticas, los sesenta lo serán del gran guiñol, el “giallo” y los “zombies”. El terror se diversifica. Ya directores como William Castle habían parodiado algunas claves del género, otros como Robert Wise o Jaques Tourneur le habían tratado de dar elegancia. Y aparecían obras sueltas de directores de prestigio que lograban gustar y atemorizar, no tanto por su crudeza si no por su mirada inmisericorde sobre los núcleos humanos donde suceden las historias: es el caso de Los pájaros, de Hitchcock, Suspense, de Jack Clayton, El fotógrafo del pánico, de Michel Powell o La semilla del diablo, de Roman Polanski. El espectador no avisado quedaba exhausto ante la experiencia de la soledad y la alienación de esas criaturas, fueran víctimas inocentes o ambiguos agentes del “horror”. Hasta la llegada de Romero el «gore» parecía vedado, aunque hubo excepciones, como algunos títulos de la Hamer o los coqueteos con Poe de Roger Corman y Vincent Price. Aparecieron algunos outsiders que se movieron por caminos entre la fantasía, el gran guiñol y la reivindicación de la otredad, como Curtis Harrinton o el primer Peter Weir, que lanzaba una mirada antropológica al origen de los miedos del ciudadano colonial. Hitchcock, el mítico maestro del “suspense”, pareció darse cuenta de que su subyugante psicosis se veía estropeada por una larga explicación psiquiátrica que desactivaba el elemento “gótico” y “siniestro” de la historia, y por eso su siguiente filme de «horror”, Los pájaros, dejaba abierta cualquier explicación, igual que el hermoso cuento de Daphne Du Maurier en que se basa. Y de ahí proviene uno de los elementos más perturbadores del filme, del simbolismo de “los pájaros”: ¿La domesticación de la sofisticada señorita Daniels a la vida pueblerina y doméstica? ¿Ese “no futuro” del que habla Lee Edelman?

Desde el principio el cine de suspense, el de terror y el fantástico se han confundido irremediablemente, como lo hacen las categorías médicas hombre/mujer, homo/hetero o las sociales blanco/negro, pero no nos interesa tanto esto como mostrar el lado subversivo del terror desde un punto de vista sociopolítico. Puede que desde los campos de concentración haya cambiado la concepción del horror y el totalitarismo, aunque ya después de la Primera Gran Guerra se mostraron sus secuelas en filmes como Satanás, de Ulmer, donde un fabricante de armamento se refugia en un bunker art-deco del que nadie puede escapar. Si en Psicosis el relato de Robert Bloch en que se basa (un escritor que dio origen también a otros filmes como El francotirador de Dmytryk) no pasa de ser una novela vulgar y coyuntural, otras fuentes culturales (como el universo de Lovecraft, H.G. Wells, Conan Doyle, Shirley Jackson, Richard Matheson o Robert Louis Stevenson) hacen más de un comentario sagaz sobre el individuo frente a la comunidad que quiere fagocitarlo en sus reglas no escritas, al tiempo que perpetúa plagas sociales que no tardan en estallar.

El enfrentamiento entre esas “normas sociales”, que se resisten a cambiar, con la individualidad y la marginalidad ya surgieron en el cine mudo, antes de las reivindicaciones de los derechos civiles. Aunque uno de los primeros filmes de terror, del alemán Robert Wiene, está protagonizado por un “mad doctor” que se alía con fuerzas que presagian la llegada del nazismo, ya en la literatura francesa hay novelas nada desdeñables que fueron objeto de diversas adaptaciones. En ellas, la deformidad, la tara física se une al ostracismo y el escándalo social y lleva los acontecimientos a situaciones extremas. Es el caso de Las manos de Orlac de Maurice Renard -protagonizada en su primera versión por Peter Lorre- como un pianista al que le injertan las manos de un asesino tras un accidente o El fantasma de la ópera, que tras un terrible incendio en el lugar queda desfigurado y vaga secretamente entre las bambalinas del teatro para no dejarse ver. La historia de El fantasma de la ópera, basada en un suceso verídico, ha pasado del cine mudo, con el inolvidable Lon Chaney, a los delirios del sobrevalorado Brian de Palma, pasando por la versión canónica y hollywoodiense de Arthur Lubin. En el cine más reciente ha habido algunas películas nada desdeñables que han homenajeado al cine de terror del primer cine sonoro (con personajes como Boris Karloff o Bela Lugosi) pero también mostrado el cambio producido y el abismo generacional. En Target: el héroe anda suelto, de Peter Bogdanovich, un anciano pero entrañable Boris Karloff logra vencer a un joven asesino en serie que se sitúa en lugares estratégicos para, con su enorme fusil con mirilla (adquirido sin problemas en una tienda de armas), provocar, con una extraña frialdad, una matanza. En Ed Wood, Tim Burton homenajea a un decadente Bela Lugosi, adicto a la morfina, y también muestra como para las pequeñas productoras de los años cuarenta y cincuenta era más digerible producir una película pequeña sobre monstruos inverosímiles e invasores del espacio que abordar la afición a ponerse la ropa de su mujer del considerado “peor director de la historia del cine” según el cliché.

Desde Inferno (1911), de Francesco Bartolini, hasta La casa de Jack (2018) de Lars von Trier, media un siglo de intentos cinematográficos por simbolizar la oposición entre la razón y los desvaríos de la mente, muchas veces materializados en el crimen y la perversión creada por unas reglas sociales que suelen chocar con la capacidad o la decisión de muchas personas para cumplirlas. El cine ha jugado un importantísimo papel dentro de nuestra sociedad de la información a la hora de construir el espejo de nuestras emociones, constituyendo una verdadera industria de lo imaginario, una fuente de energía visual, primero mostrada en la oscuridad ritual de las grandes salas, y luego adaptada a las pequeñas pantallas de televisión y ordenador, pero siempre motivando individualmente, ofreciendo mensajes directos que generan simulacros de una realidad que asumimos como propia y que posteriormente compartimos. Somos el pueblo convertido en público, un sujeto pasivo que recibe los relatos dramáticos del terror como los antiguos que se asustaban de los frescos románicos del apocalipsis, que, aunque exagerados y provocativos, no dejaban de conectar con un subconsciente primitivo que aún nos domina. 

Las imágenes de los campos de exterminio nazis, con el horror de sus fosas repletas de cuerpos esqueléticos, que Hitchcock grabó en un documental de 1945 y que permaneció inédito hasta 2014, fueron las detonantes de la conciencia colectiva sobre el Holocausto. Sin imagen no hay realidad, a la vez que esta misma «realidad» puede quedar desvirtuada por la manipulación de la ficción fílmica, lo que proporciona al género de terror un instrumento ideal para lograr que la repetición de las mismas representaciones no agote la fascinación que sentimos hacia él: ya van nueve entregas de la franquicia Saw, iniciada en 2003, sin que parezca que se debilite su efecto comercial, pese a que se la ha calificado como «tortura porno» que abunda en los aspectos sadomasoquistas del «gore» más siniestro, al igual que Hostel, de la que ya van dos secuelas, y que representan el desarrollo de las clásicas Pesadilla en Elm Street y Viernes 13, todo un síntoma de la comercialización de un terror hecho a medida de un público sin pretensiones comprensivas, que asume la violencia y los sucesos más macabros como simple diversión, sin ser consciente de cómo todo ese espectáculo de horrores influye en su psicología. El nuevo analfabetismo informatizado ha proporcionado al género una nueva vida sin necesidad de los complejos argumentos propios de la literatura clásica. La industria cinematográfica ha copiado a la publicitaria como generadora de deseos y activadora de pulsiones libidinales que acaba por gobernar nuestra conducta tanto consciente como inconsciente, y ya no queda claro si las películas son el espejo de nuestro imaginario colectivo o las que lo construyen. 

Si observamos desde el presente las producciones clásicas del cine de terror, como Frankenstein (1931), de James Whale, o «Drácula» (1931), de Tod Browning, las vemos como auténticas parodias burlescas que generaron a su vez títulos más cercanos a la comedia que al terror, como «El baile de los vampiros» (1967) de Roman Polanski. Es lógico si advertimos el carácter «escapista» de este tipo de películas en el contexto del mundo posterior a la Primera Guerra Mundial. El crítico Sigfried Krakauer, en su ensayo Los asalariados (1930), ya echaba una mirada crítica al estilo de vida y cultura de la nueva clase media alemana de entreguerras, «espiritualmente pobres, sin costumbres ni apego a las tradiciones, que encontraron un refugio en la industria de la distracción», y que serían el grueso de la «masa» que rápidamente se volcó hacia el nazismo a mediados de los años 30. El cine alemán había dado ejemplos notables de cine de terror, como El Golem (1914), de Paul Wegener, Homunculus (1916), de Otto Rippert, El gabinete del doctor Caligari (1920), de Robert Wiene,, o Nosferatu (1922) de F. W. Murnau (adaptada en 1979 por Werner Herzog), que fueron clave para impulsar posteriormente el género en Estados Unidos. La película de Wiene era toda una alegoría de la Alemania de posguerra, representando a un pueblo fácilmente manipulable en un perenne ambiente de caos, al tiempo que el vampiro de Murnau reflejaba la inquietante debilidad del ser humano ante un monstruo sediento de sangre, con una evidente lectura política. 

Krakauer, en el que se considera primer gran estudio sobre el cine alemán, From Caligari to Hitler: a psichologial history of german film (1947), mostró la relación entre este tipo de películas y el peligro que advertían sobre la llegada de un gobierno autoritario que se materializaría en el nazismo, haciendo especial hincapié en El Golem y Homunculus, a las que considera verdaderos antecedentes del expresionismo fílmico para lograr una atmósfera asfixiante y opresiva. En ambas se desarrolla el tema del ser «artificial», siguiendo la estela del Frankenstein de Mary Shelley, cuya naturaleza contrasta la creación con la destrucción. Si en la primera, es el resultado de un conjuro ritual basado en un mito judío, y su capacidad está limitada a las órdenes de su creador, en la segunda, es un autómata que, al cobrar conciencia de sí mismo, llega a odiar a la raza humana, llegando a convertirse en el despiadado dictador de un país rico. En la trama se mezcla con un grupo de trabajadores y les exhorta a ir a la huelga para exterminarlos después, ejerciendo una implacable represión. Para Krakauer, esta película es la que mejor preludia el período nazi. Lotte H. Eisner, en La pantalla demoniaca (1952) llega a decir: «El gusto por las historias de terror en el pueblo alemán podría tener su sustento en la vocación masoquista de someterse a una férrea disciplina desde la infancia, prefiriendo siempre las historias de fantasmas y brujas sobre los cuentos de hadas». 

Si bien es cierto que el cine expresionista alemán es fundamental para el desarrollo del cine de terror, es innegable la influencia para el género de dos importantes películas suecas: La carreta fantasma (1921), de Viktor Sjöström, basada en la novela de la primera mujer que obtuvo un Premio Nobel en 1909, Selma Lagerlöf, que narra la siniestra leyenda sobre el destino del último hombre que muere en el fin de año, condenado a conducir la carreta de la muerte, convirtiéndose en una especie de Caronte que traslada las almas hasta el más allá. Ingmar Bergman rindió homenaje a este film en su The Image Makers (2000), donde relató su proceso de creación, y se puede ver claramente su influencia en El séptimo sello o en Fresas salvajes, así como en El Resplandor (1980), de Stanley Kubrick, cuya escena del hacha en la puerta del baño está literalmente tomada de otra similar en la película de Sjöström, en un magnífico homenaje a una obra maestra injustamente olvidada. Por su parte, Häxan, la brujería a través de los tiempos (1922), de Benjamin Christensen, basada el texto del siglo XV, Malleus Maleficarum, utilizado por la inquisición para la identificación y exterminio de brujas, era un ejercicio de docuficción, adelantado a su tiempo, en el que se estudiaban y se ponían en escena casos reales de brujería, analizando su relación con las enfermedades mentales y la «histeria» femenina, sin escatimar detalles tenebrosos, con la presencia de rituales demoníacos que conmocionaron al público y la crítica de la época. 

Igualmente destacable es la continuación de la saga vampírica tanto en Estados Unidos como en Europa: ya con la llegada del cine sonoro se realizaron Dracula, de Tod Browning, en 1931, con Bela Lugosi, y Vampyr, de Carl Theodor Dreyer, en 1932, que nos presentaba al primer personaje femenino vampiro, basado en el relato Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu, lo que aportaba un componente sensual y erótico-seductor nuevo al género que influyó en filmes posteriores como La reina de las vampiras (1968) o Desnuda entre las tumbas (1969) del francés Jean Rollin, que le dio al género un toque soft-porn. A pesar de esto, lo interesante es la irrupción de la mujer como protagonista dominante, alejándose de su condición de víctima. Los personajes y las situaciones más arquetípicos del cine de terror fueron creándose a partir de estas películas, actualizando sus tramas dependiendo del contexto socio-político. Sus lecturas, como hemos visto, van más allá de la exposición del puro terror, y no se pueden entender sin conocer las circunstancias en las que fueron realizadas, sobre todo si tenemos en cuenta su necesidad tanto de conectar con el público como de introducir mensajes entre líneas, ya que la estética, la emoción y la reflexión son los ejes centrales de este género que deben conectar con la psique colectiva. 

En Estados Unidos, el género toma un sentido diferente: ya desde 1908, cuando se produjo la primera adaptación del clásico de Robert Louis Stevenson, El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, dirigida por Otis Turner, se utilizó la importante tradición de literatura de terror anglosajona para desarrollar sus guiones, como en el caso de The Lunatics (1912) de Maurice Tourneur, basada en el relato de Poe, The System of Dr. Tarr and Professor Fether, o la primera versión de Frankenstein, realizada en 1910 por J. Searley Dawley, mucho más fiel al original de Mary Shelley que la posterior versión de James Whale, y que influyó nada menos que a Tim Burton en la creación del protagonista de su Eduardo Manos Tijeras (1990). También aquí apareció el personaje del hombre-lobo, en el cortometraje The Werewolf (1913) de Henry McRae, basado en antiguas leyendas indígenas, que tanto juego daría en las numerosas adaptaciones que ha tenido a lo largo de los últimos años. La versión de 1941 (The Wolfman, de George Waggner) abre un conflicto entre la ciencia y la superstición, añadiendo símbolos malditos como el pentagrama y el misticismo de la plata como símbolo destructor del mal. Además, la transformación se produce con un dolor insoportable, que sólamente se supera por la carga moral de saber que se asesina únicamente en su estado salvaje. Sin duda, el tema del desdoblamiento de personalidad y la inquietud ante lo diferente, visto desde una perspectiva psicológica, han sido las fuentes de preocupación más recurrentes en una sociedad en la que el miedo al vecino, el racismo, la defensa de la privacidad como espacio íntimo de propiedad, la competitividad y la ambición económica, han sido dominantes. Esto explica el éxito de las numerosas versiones de la novela de Stevenson, como la de John S. Robertson, protagonizada por John Barrymore, en 1920, o la de Victor Fleming, con Spencer Tracy e Ingrid Bergman, en 1941.

Aquí la realización estaba ligada a grandes productoras, que condicionaban el trabajo del director a sus beneficios económicos, por lo que casi nunca disponía de la libertad de acción que sí poseían los realizadores europeos. De este modo el éxito del género de terror, con los grandes clásicos que todos conocemos (El Fantasma de la Ópera, Drácula, Frankenstein, La Momia, El Hombre Invisible, La Novia de Frankenstein, …) pertenecen sobre todo a la inversión realizada por la Universal Pictures en los años 30, cuyos productores fueron la vanguardia y el modelo para el Hollywood posterior hasta nuestros días. Su poder de distribución ha «colonizado» las conciencias de todo el mundo, colapsando el mercado y marginando al resto de producciones locales y foráneas, a pesar de que la mayor parte de sus grandes directores, que aportaron una influencia estética decisiva, procedían de la tradición cinematográfica europea, sobre todo del expresionismo alemán, como Erich von Stroheim, Fritz Lang o Paul Leni, que en 1927 realizó El Gato y el Canario, y, al año siguiente, la mítica El Hombre que ríe, que causó fascinación en el público por la morbosidad que le creaba la relación entre un hombre desfigurado con una mueca permanente (claro precedente del «Joker» de Batman) y una joven ciega. Aunque no es exactamente una película de terror al uso, el juego expresionista de contraposición entre la mirada agresiva del protagonista (que recordaba la estética de Caligari) y su deformación facial, creaba una inquietante atracción, base para crear dos tipos de personajes «monstruosos»: el físico, con su deformidad repulsiva, y el psicológico, encarnado en la película por una rica mujer que se siente atraída por esa deformidad. 

Este tema servirá para encarnar al nuevo Frankenstein de James Whale, y tratar la monstruosidad y su repulsión tanto en Freaks (1932) de Tod Browning, como en El Hombre Elefante (1980), de David Lynch, cuyo cine aborda con frecuencia el tema. Curiosamente, al adaptar el tema del vampiro en Dracula, Browning se aleja del monstruo fijado por Murnau, y lo humaniza, convirtiéndolo en un personaje más cercano e inquietante para el público americano, más interesado en ver el mal en un semejante que en un ser desconocido, ya que la figura del monstruo deforme está más relacionada con elementos irracionales ligados a amenazas contra todo lo que se consideraba aceptable y «normal» que a los temores que generaban las relaciones entre semejantes que ocultaban pertubadores secretos. Drácula podía entonces mezclarse en sociedad, al contrario que Nosferatu y Frankenstein, cuya visible monstruosidad, solo aceptable para ciegos y niños, era la proyección de todos los miedos generados tras la grave crisis de 1929, destruyendo incluso la base de la sociedad: la familia, al rebelarse contra su padre-creador y acabar con la criatura femenina que debía ser su esposa (La Novia de Frankenstein, 1935). Los monstruos, mitad humanos mitad animales, que aparecían en las numerosas versiones de la novela de H.G. Wells La Isla del Dr. Moreau, productos de los experimentos de un científico loco, expresaban igualmente el enfrentamiento con los límites de lo «civilizado» y la inquietud ante los «pecados» del progreso tecnológico contra la naturaleza y lo «salvaje», que aparece contrastado también en King Kong (1933), de Merian Cooper y Ernest Schoedsack, donde aparecen alusiones a la represión sexual, enfrentando a la heroína con el primitivismo innato del hombre, representado por el gigantesco simio, al que se muestra con una mezcla de diversión socarrona e ingenua y pulsiones de atracción sexual mientras juguetea desnudándola sobre su mano.

En esta época también surge el personaje mítico del «zombie» como el hombre despojado de su conciencia y su voluntad, según la tradición haitiana, ligada al vudú: la primera película donde surge es White Zombie (1932) de Edward Halperin, que servirá de base para la excelente Yo anduve con un zombie (1943) de Jacques Tourneur. Estos personajes, que no tienen apenas similitud con los zombies aparecidos tras La Noche de los Muertos Vivientes (1968) de George Romero, recuerdan más a los hipnotizados y sonámbulos de las películas expresionistas alemanas, relacionando la trama con el control mental y el miedo a la pérdida de libertad y de expresión emocional, que desarrollaron filmes como La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), de Don Siegel, o El Pueblo de los Malditos (1960), de Wolf Rilla, que se beneficiaron de la situación creada durante la Guerra Fría. Hablando de remakes desafortunados, la mejor muestra de esa mezcla de terror y ciencia-ficción que es La invasión de los ladrones de cuerpos fue degenerando en sus sucesivas versiones, siendo la más potente, aún hoy, el original de Don Siegel, apreciable pero desigual la versión de Philip Kaufman, y bastante floja la película de Olivier Hirschbiegel, al servicio de Nicole Kidman. El filme trata de una invasión en la que la población se deshumaniza, pierde los sentimientos y es despojada de sus emociones, y deja un final abierto nada tranquilizador en el que los que han logrado eludir esa transformación son perseguidos sin descanso. Los movimientos por los derechos civiles de la segunda mitad del siglo XX también tuvieron su reflejo, más o menos acertado y siempre a su manera, en el cine de miedo. Así, Las esposas de Stepford trataba sobre la deshumanización de las mujeres, convertidas en robots y perfectas vecinas y amas de casa. En La noche de los muertos vivientes Romero nos mostraba cómo el único superviviente a la invasión zombie, un aguerrido muchacho negro, es tomado por un “ser peligroso” por esas patrullas armadas de hombres que intentan exterminar la llegada del peligro. Romero, que también dominaba el humor negro y podía pasar de la vulgaridad al refinamiento, nos mostraba en Zombie como un grupo de “muertos vivientes” se introducían en un horrible hipermercado. Realizó filmes tan perturbadores y plásticamente logrados como Martin, donde el joven protagonista -que no deja de ser un auténtico vampiro- es estigmatizado por su familia, que coloca ajos en la puerta y crucifijos a la vista, y, como expuso en su drama El intruso, la Norteamerica conservadora le causaba verdadera repulsión.

En el cine de terror se han colocado siempre departamentos y etiquetas, desde los saqueadores de tumbas a los despiadados monstruos del “slasher” que, cuchillo en mano, sacudieron y a la vez mostraron los miedos de la era Reagan. El filme de Mary Harron American Psycho (2000), que, en cierta medida, supuso una decepción para los que admiramos, “o disparé sobre Andy Warhol, a pesar de mostrar las servidumbres de la novela y cierto declive en la productora Killer Films, tiene momentos únicos, como cuando el ejecutivo agresivo, narcisista y psicópata encarnado por Christian Bale pontifica sobre el alcance humano, sentimental y hasta sociopolítico de las letras de Whitney Huston ante la perplejidad divertida de dos prostitutas a las que asesinará mediante el descuartizamiento, igual que apalea a un mendigo junto a un cajero automático o compite con sus compañeros de empresa por cual es la tarjeta de visita más elegante de todas. Killer Films acaba de realizar un biopic sobre la escritora Shirley Jackson, una mujer poco sociable, que fue bien tratada por el cine en la adaptación de The Haunting, y nadie pudo llevar con éxito a la pantalla algo tan surreal, cruel y de un humor tan despiadado como su maravilloso libro Siempre hemos vivido en el castillo

Aparte de todas las figuras propias del género ya mencionadas, calificadas como «monstruosas», encontramos también aquellas que aparecen como objetos del control social, como los niños y los adolescentes, sujetos privilegiados y a la vez maltratados en el cine de terror. Desde la novela de Henry James Otra vuelta de tuerca hasta El pueblo de los malditos pasando por Carrie, El exorcista, La profecía, la española ¿Quién puede matar a un niño? o El otro, de Robert Mulligan, los niños inteligentes, tímidos, intuitivos, sensibles o rebeldes son fuentes del mal y la destrucción de distintas formas. Aunque hay apreciables excepciones como las recientes Déjame entrar de Thomas Alfredson, o Thelma del exquisito Joachim Trier, donde estas figuras parecen rebelarse, poco a poco, contra el “establishment”, incluyendo las pautas de la heteronormatividad. Flotan ambiguamente títulos como la sureña y morbosa La piel que brilla de Philip Ridley o la exquisita Gretel y Hansel de Oz Perkins, algo estropeada por un final estridente. La hoy algo olvidada En compañía de lobos de Neil Jordan (con varias incursiones en el género) nos narra a través de una larga pesadilla, donde el cuento de Caperucita adquiere un tono siniestro e hiperrealista, el despertar a la sexualidad de una adolescente. En Entrevista con el vampiro, también de Jordan, se subvierte la familia tradicional cuando la pareja formada por un inspirado Tom Cruise como Lestat y un algo frío Brad Pitt adoptan a una niña vampira de destino fatal. No obstante, en esta desigual mezcla de terror y comedia negra el director no acaba de redondear la propuesta, esquivando en lo posible las connotaciones homoeróticas del relato y cayendo en cierto maniqueísmo. Aún así, la pequeña vampira se muestra sagaz y sedienta de sangre desde el comienzo del filme. 

Otro giro complementario es la “infantilización” o “medicalización” de los considerados monstruos o simplemente “asociales”, porque se saltan, a su manera, los “patrones” previstos de conducta e integración en modelos sociales. Un ejemplo de esto sería como el Samhain celta, venido de lugares como la Irlanda rural (cuyo fantasma se adhería a las malas cosechas), que pasa, de ser una noche de protestas y hasta saqueos y robos, a convertirse en una fiesta (la noche de Halloween) en territorio estadounidense, cuando se dan cuenta de que necesitan domesticar a “la bestia”. Algunos afirman que John Carpenter, en su primer filme, Dark Star«(1974), volcó todo su desdén por la banal mediocridad de esos lugares en los que creció, mientras otros complejizan las personalidades de Michael Myers y Laurie, pero la saga fue decayendo hasta el hastío. 

Sería algo fácil decir que el cine de terror europeo era “mejor” porque, salvo inclasificables y rarezas, en esos años alcanzó mucha popularidad el “giallo” italiano, una suerte de comunión entre el gótico, el slasher y el gran guiñol, con algunas películas buenas como La máscara del demonio, La muchacha que sabía demasiado o La mujer del lago (ésta última un prodigio visual), pero tanto las carreras de Mario Bava como la de Dario Argento son la historia de un largo declive. En los cincuenta la Hamer, célebre productora inglesa, hizo sus peculiares revisiones de los clásicos del género como Drácula, La momia, Dr. Jekyll y Mistar Hyde o Frankenstein, llegando hasta, sin eludir el “kitsch”, el mito de La Gorgona, con una estética de colores vivos, una producción ajustada, actores discretos pero solventes y siendo el cabecilla de todos ellos el astuto Terence Fisher. De Inglaterra llegaron también con posterioridad filmes como El estrangulador de Rillington Place, seguramente la mejor película en color de Richard Fleisher, donde el inocente y maltratado personaje interpretado por John Hurt es ejecutado. Fisher llega hasta adentrarse en el universo de Arthur Conan Doyle, mientras que en EEUU la pequeña productora American International estuvo detrás de la visión que Roger Corman tenía del universo literario de Poe, convirtiendo pequeños relatos en grandes filmes de suspense y terror gótico, algunos de hermosa factura pero algo maltratados por el paso de los años. Con ayuda de Vicent Price rodó filmes como La caída de la casa Usher o La máscara de la muerte roja, aunque hoy de esos años se conservan mejor otros filmes de terror protagonizados por Price como el Diario de un loco de Reginald Le Borg sobre varias historias de Guy de Maupassant y rodada en colores suaves, evansescentes y sepia, o, sobre todo, El último hombre sobre la tierra, inspirada en la novela breve Soy leyenda, de Richard Matheson, filmada en un desolador y, a la vez, subyugante blanco y negro, abordando casi de forma pionera el tema de la invasión apocalíptica de los zombies. 

Los años ochenta y principios de los noventa son los años de superventas de las novelas de Stephen King, que, salvo excepciones, tuvo bastante buena suerte con las adaptaciones de sus libros y su visión algo canónica del terror. Así Stanley Kubrick (El resplandor), David Koepp (El último escalón), Rob Reiner (Misery), George A. Romero (La mitad oscura) y John Carpenter, consiguen resultados más que notables dando un giro perverso y socialmente difuso a las fronteras entre el bien y el mal. En algunas de ellas la peor fantasía es el bloqueo, real o simbólico, del escritor de “historias de terror”. Y, por fin, el giro cronenbergiano, donde el terror se alía o se enfrenta a instituciones como la medicina, el «american way of life” y la dualidad de los géneros, aunque muchos de sus filmes quedan abiertos a diversas interpretaciones. Nacido en Canadá, Cronenberg empezó realizando películas de terror sangriento de bajo presupuesto, pero de inusitada solvencia a la hora de espantar al espectador, con “Rabia” y sus larvas demoniacas, o, sobre todo, Cromosoma 3 y Videodrome (una visión alucinada sobre el comercio de las snuff-movies), donde se empieza a desarrollar ese concepto tan cacareado de “la nueva carne”. En una de sus mejores películas, la a la vez bella y mórbida Inseparables, Jeremy Irons interpreta a dos hermanos gemelos ginecólogos de profesión, que investigan en los misterios de la sexualidad femenina y acaban destruyéndose entre sí por su propia egolatría y el amor por la misma mujer (interpretada por Geneviève Bujold, en su mejor momento). Una hermosa fotografía de Peter Suschitzky y una inspirada partitura de Howard Shore hicieron que la crítica especializada se fijara en el cine de este “sofisticado bárbaro”, una definición que ya había caído sobre Alfred Hitchcock. Aparecía en algunos planos la idea de la homosexualidad, y la sexualidad unida al terror no saldría a la luz hasta M. Butterfly, que, a pesar de su final algo cobarde, contenía una magnífica interpretación de Jeremy Irons. En su último filme, Maps to the stars, el canadiense mostró su desdén por el decadente y codicioso nuevo Hollywood, incluyendo personajes y situaciones cercanas al horror carnal y la alucinación. Curiosamente los filmes de Cronenberg que han resultado más fríos o, en ocasiones, impersonales han sido adaptaciones de novelas o remakes como ocurre con Crash, El almuerzo desnudo o su vigoroso pero algo vacuo remake de La mosca, donde, como ya hiciera Carpenter con La cosa en favor de la crudeza y un paisaje realista, despojaba del encanto algo naif los originales de los años cincuenta. Y todavía más en la encorsetada Un método peligroso, donde enfrentaba el triángulo que formaron Freud, Jung y Sabina Spielrein, a pesar del guión de Christopher Hampton y de la cuidada pero impersonal ambientación de época. 

Los terrores sociales derivados de la inquietud de un mundo en crisis derivaron en un «cine de catástrofes», que ha ido atrayendo hasta hoy día la preocupación general por la destrucción del planeta y el colapso del sistema. Este tipo de cine supone una reformulación del tradicional cine de terror, convirtiendo a la naturaleza en un monstruo terrible y amenazante, o bien al propio ser humano en un agente desestabilizador y maligno: la primera película en reflejar esto fue La aventura del Poseidón (1972), historia del naufragio de un trasatlántico realizada por Ronald Neame. Tres años más tarde, Steven Spielberg identificó muy bien al nuevo enemigo, individualizándolo en Tiburón, como un nuevo demonio surgido de la entraña de los mares. mucho más «verosímil» que los fabulosos vampiros, humanoides u hombres-lobo del cine tradicional. En un momento en que los movimientos ecologistas combatían frontalmente la depredación provocada por la sociedad industrial, la dramática presentación de los desmanes de la naturaleza, vista como un enemigo metafísico, y la correlativa exaltación de los tecnólogos capaces de hacerle frente (bomberos, geólogos, ingenieros, …), no puede considerarse ni inocente ni casual. Y menos aún cuando el género de la ciencia-ficción glorificaba la teconología más avanzada y al tecnólogo como eje de la nueva sociedad. 

Coincidiendo con esta mutación de géneros, el género de terror se desinhibió y exasperó espectacularmente su crueldad y su sadismo a partir de El Exorcista (1973), de William Friedkin, en un contexto de competencia comercial con la televisión. En la dinámica evolutiva de los géneros ha influido enormemente la diversificación de canales de consumo audiovisual: las ficciones narrativas se adaptan a ellos, de forma que no es lo mismo producirlas para la gran pantalla que para la televisión, los ordenadores o las pequeñas pantallas de los móviles. La televisión fragmentó la anterior homogeneidad del mercado audiovisual e hizo patente la existencia de subculturas del gusto o mercados especializados, que han hecho desaparecer, por ejemplo, el cortometraje, y han estimulado, por contra, las series, que alargan, a veces, casi de forma indefinida, historias que antes debían comprimirse en hora y media. Aún así los principios vectores del producto cinematográfico permanecen inalterados, ya que el proceso de identificación psicológica del espectador con la ficción que representa sigue funcionando de igual forma, y muchos seguimos esperando propuestas transgresoras que subviertan el academicismo y las fórmulas estereotipadas y conformistas propias de una industria del espectáculo que siempre ha tratado de someter la producción artística a los imperativos del «star-system».

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