
Por Eduardo Nabal
La última película de Jane Campion, una espectacular recuperación de la autora de El piano, es mucho más que un western. Estamos ante un drama social y psicológico lleno de aspectos poco mencionados por la “crítica oficial” de las grandes revistas de cine. El primero sería, claro está, la homofobia y las relaciones homosociales entre hombres que subrayan las imágenes. Así, tanto en el filme como en la novela de Thomas Savage, el joven Peter no sólo es acosado sino estigmatizado como “mariquita”, “afeminado” por no compartir la, en este caso, “supuesta” virilidad de esos fornidos vaqueros encabezados por el ambiguo y arrogante Phil (una prodigiosa y perturbadora transformación del habitualmente estirado actor británico Benedict Cumberbatch).
Otro tema, que aborda especialmente la novela de Savage, es la expulsión de los indios de sus tierras y comunidades de origen, con lo que esto que aparentemente es un western es ante todo un drama psicológico sobre secretos, con un alcance de denuncia social anticolonialista.
El poder del perro nos devuelve, efectivamente, la mejor Campion, sin las estridencias y elegantes florituras que la hicieron famosa con filmes, por otro lado, apreciables, como El piano o Bright Star con protagonistas femeninas valientes y decididas ante circunstancias adversas. Estamos ante un filme de apariencia sobria, narrativa sólida, pero movido por pequeños detalles que acaban cobrando una gran relevancia que, a estas alturas, no puede ser obviada.
Es la historia de Peter (Kodi Smith Mcpee) un adolescente, huérfano de padre, que es objeto de burla por un grupo de vaqueros de la zona debido a sus maneras refinadas, apego a su madre y extraña sensibilidad. Su mayor oponente y dañino acosador es Phil (Cumberbatch) con el que, no obstante, acabará trabando una relación marcada por una inquietante empatía y fascinación, en el que uno y otro se influyen mutuamente.
A la crítica de los modelos masculinos o bruscos en los contextos rurales o cerrados (que también sufre Rose, la madre del joven, interpretada con ajustada solvencia por Kirsten Dunst) se unen corrientes como el lado enigmático de la naturaleza, la crueldad hacia los animales, la rivalidad entre hermanos y, aunque los críticos lo han disfrazado llamándolo “western gótico”, altas dosis de homoerotismo, homosexualidad reprimida y amores imprevisibles.
Estamos ante un filme que no necesita grandes recursos para entrar de lleno en el espectador gracias a la solvencia de sus intérpretes; sobre todo en sus “enfrentamientos” -que luego se convertirán en “ambigua complicidad”- y donde elementos como la cuerda, las pieles, los espejos, las escaleras, las armas de fuego, los distintos tipos de animales y las caricias fugaces entre hombres acaban jugando un papel central en la resolución algo enigmática del relato.
El poder del perro no es solo un filme sobre una familia desestructurada, un hombre impulsivo y un adolescente inseguro en un entorno hostil, es también una revisitación de los roles y los espacios en los que estos pueden y no pueden desarrollarse o visibilizarse. Así, en la película, como de otra manera, el libro, cuestionan sin estridencia instituciones como “el matrimonio”, “los ritos de la edad”, “la masculinidad o feminidad hegemónicas” y la débil línea que separa el placer, la atracción y el dolor.
Campion, con una tenue y exquisita banda sonora de Jonny Greenwood y una austera pero envolvente fotografía de Ari Wegner, visita los rincones de un paisaje deslumbrante, un tiempo, un lugar y unos personajes que parecen ser fuertes o débiles engañando a los demás o mintiéndose a sí mismos.
La importancia de la belleza árida y metafórica del contexto se acaba confundiendo con las paradojas en las que viven sumidos estos seres “con oscuro pasado”, intentando acercarse a su identidad en un entorno cerrado y retrógrado. El poder del perro no es un western, es un profundo drama sobre la vida social.
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