
Por Eduardo Nabal
Aunque no cabe duda de que su gran alegato feminista sigue siendo esa comedia dramática, de fondo rural y varios personajes, llamada Antonia (1995), ganadora del Óscar a la mejor película extranjera, en ocasiones se ha pasado por alto la cuidadosa adaptación que hizo la realizadora neerlandesa Marleen Gorris de la célebre novela de Virginia Woolf Mrs. Dalloway (1997), con una madura, intensa e inmensa Vanessa Redgrave como protagonista. Gorris no es una directora cualquiera, como volvió a demostrar en La defensa Luzhin (2001), adaptando, en esta ocasión, a Nabokov, pero hace tiempo que no hemos tenido noticias de nuevas realizaciones.
Estos días en que las librerías se están llenando de ejemplares del Ulises de Joyce en todo de tipo de formatos- del libro de bolsillo a las ediciones de lujo- no está de más recordar que el maestro irlandés compartió con autoras como Woolf el retrato de una vida y una época en el transcurso de una sola jornada y el uso del monólogo interior, también llamado ·’fluir de la conciencia’.
Algo arrollada por el éxito de Las horas (2002), de Daldry, la exquisita adaptación que hizo Gorris de Mrs. Dalloway no es solo un hermoso filme, sino que además, se conserva como una película intensa y de una perturbadora sutileza. Mezclando los recuerdos de la protagonista con las imágenes del presente, Clarissa, ahora llamada por todos Mrs Dalloway, se dispone a celebrar una de sus fiestas, comprando flores y confeccionando una lista de invitados donde figuran (como vemos en los ‘flashbacks’ ambientados en el pasado) dos de sus grandes amores de juventud, la impetuosa e idealista Sally (un amor secreto) y el celoso pero fiel Richard, que se verá desplazado con amargura por la llegada de ese Sr. Dalloway, político en ciernes, en el que Clarissa encontrará si no libertad, al menos una firme seguridad vital.
Gorris hace hincapié en uno de los elementos mas turbadores de la novela original y es el paralelismo entre ese Septimus (Rupert Graves), soldado traumatizado por la guerra que pasea por su mujer oyendo y viendo cosas inexistentes y que se lanzará al vació cuando la clase médica intente separarlo de su esposa. De esa manera algunos fantasmas entran desde el principio en la planificada fiesta de Clarissa, que no deja de fingir entereza, aunque hacía el final parece deshacerse y recomponerse frente a la ventana ante la llegada de sus viejos amigos.
El pasado y el presente se confunden con elegancia, con una discreta pero cuidada fotografía de Sue Gibson y una entonada partitura de Ilona Secaz, donde se incluyen ruidos de la calle, ecos de bombardeos y música diegética, como esa ópera que oye Septimus en su pequeño piso, atormentado por la muerte de un soldado enemigo y definiendo la Primera Guerra Mundial como “una escamaruza de pólvora con un puñado de colegiales”.
El filme, así, queda abierto a varias lecturas, pero debemos recordarlo como algo más profundo que una mera ilustración de una de las grandes novelas del siglo XX. En la fiesta final, donde algunos invitados se miran con desconfianza, la protagonista finge entereza aunque, como en el resto del filme, siempre teme que algo o alguien lo eche “todo a perder”.
Con la imagen pública y privada de Woolf, como ahora con Joyce, se ha hecho no poco negocio editorial, pero lo mejor de todo es acercarse a ambos sin más intermediarios que esa mirada a la vez pesimista, lúcida y creativa que lanzaron sobre la primera mitad del siglo XX en Europa. No cabe duda de que Woolf fue el producto de una época y una elevada posición social pero, ese, en ocasiones, caricaturizado grupo de Bloomsbury se opuso a la Primera Guerra Mundial, cuestionó la institución del matrimonio y plasmó en papel sus propios fantasmas.
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