
Por Eduardo Nabal
Aunque la idea de aproximarse a una figura tan difusa y escurridiza como la del “hombre fatal” es casi irresistible obliga, de entrada, a algo muy molesto para el que lo escribe y para el que lo lee: explicar de “lo que no quieres hablar, explicar…. No podemos considerar alegramente al “hombre fatal” como el “reverso” ¿especular? de la llamada “mujer fatal” del cine negro que surgió, en parte, a raíz de la incorporación de las mujeres al mercado laboral tras la Segunda Guerra Mundial, muchas veces como enfermeras o trabajando para la industria armamentística. Esas mujeres que amenazan la paz de la estabilidad familiar. Unas y otros, y los marcadores de género son, de momento, un apoyo necesario, tienen una larga historia en la literatura, la pintura, el teatro e incluso la música. Pero es aquí donde surge la molesta acalaración: “el hombre fatal” ni es el reverso de “la mujer fatal” – aunque puedan aparecer algunos aspectos coincidentes como la seducción como arma, el individualismo etc- ni tampoco es “únicamente”, el “hombre malvado” o “sin escrúpulos”.
A principios de la década de los cincuenta la escritora, todavía tan famosa como mal conocida, Patricia Highsmith con la ayuda de Alfred Hitchock y Rene Clement, creó dos de los “hombres fatales” más icónicos de la cultura mainstream: el Bruno Anthonny de Extraños en un tren y el Tom Ripley de A pleno sol, donde aparecen, de refilón, temas que, tampoco son siempre capitales, como “el doble”, la identidad fracturada, la homosocialidad, la ambición y algunos aspectos sombríos sobre los que intentaré pasar o adentrarme recurriendo lo menos posible a los elementos psiquiátricos, que, con sus molestas etiquetas, despueblan los matices, fijan las identidades y patologizan la ambivalencia.
Mucho antes, grandes novelistas, de calado universal, como Dostoyesvki o Mishima ya nos hablaron de jóvenes impulsivos, con una mente donde el cinismo, las sombras y la crueldad campa a sus anchas, aunque la figura religiosa del “arrepentimiento” en los personajes del autor ruso se aleja un poco de la idea del hombre fatal, con su “glamour” y su ambivalencia. El Harry Lime de El tercer hombre de Graham Greene es uno de los “hombres fatales” más importantes de la Europa de postguerra, pero no podemos olivdar al Waldo Lydecker de Laura, un libro escrito por Vera Caspary, una mujer que figuraba en las listas negras del maccartysmo.
Una de las mejores mejores “mujeres fatales” del cine negro de Hollywood es la Diane Tremaine de Angel Face de Otto Preminger, pero enseguida viene el equipo de discípulos conservadores de la “escuela psicoanlítica” en su vertiente estadounidense para aguarnos la fiesta. Algo que también bloquea la lectura del personaje principal de Al rojo vivo, encarnado por James Cagney, cuando Edipo y sus doctores se adentran, sin piedad, en su mundo de sombras y estallidos de violencia. Por eso para hablar de algo tan impreciso y resbaladizo como “El hombre fatal” es, cuando menos, necesario, ignorar lo más posible las categorías médicas. Del Pinkie de Brighton Rock al Barret de El sirviente todos pueden encajar invadiendo (o no) en alguno de esos compartimentos clínicos, pero esas clasificaciones, de entrada, no nos interesan demasiado.
De nuevo hemos de hacer muchas aclaraciones a la hora de abordar este tema: yo personalmente prefiero utilizar la palabra “ética” ya que el sustituto “moral” tiene una larga historia de connotaciones religiosas. El hombre fatal tiene que fascinar, no basta con que sea “un horror”: por ejemplo, el protagonista de La mala educación de Almodóvar, el “Hud” de Martin Ritt, el de Impulso criminal de Richard Fleischer, el sicario de El silencio de un hombre, de Melville o, en menor medida, algunos personajes más cercanos a nuestra geografía espacio-temporal, como el Ramallo de El mar, de Vilaronga estarían, a su manera, cerca de lo que intento perfilar.
SI queremos ponerle rostro al “hombre fatal” podemos acudir, aunque siempre es incompleto, al Pinckie de la novela de Greene, al Richard Wirdmarck de Manos peligrosas de Samuel Fuller o El beso de la muerte de Henry Hathaway, al Dan Dureya de los filmes de Fritz Lang con Edward G. Robinson, al Jack Palance de Miédo súbito, de David Mille,r o de Jack el destripador, al Ray Milland de Crimen perfecto, pero cuando algunos autores de fuste como Jim Thompson, Georges Simenon, Chester Himes o, incluso la propia Highsmith- con sus pinceladas y apuntes socioeconómicos- tratan de explicar al personaje, la figura se descentra un tanto. No tenemos los ojos fijos de la protagonista de Perdición, de Billy Wilde, que, no obstante, es incapaz de disparar la última bala. No existe la maldad absoluta, pero si la fatalidad, como la que desvelan algunos personajes encarnados por Dietrich en las películas de Von Stenberg (El ángel azul), aunque es dificil sacar del todo a los personajes de sus coordenadas personales y sociohistóricas. En “el hombre fatal” aparecen las figuras de Edipo, Narciso, etc, pero estas figuras clásicas limitan las posibilidades de jugar con la ambigüedades de todas y cada una de las criaturas, desde diferentes ópticas.
La empatía con “el hombre fatal” es uno de esos “placeres privados” que nos proporciona el cine, como la contemplación de asesinatos, secuencias de sexualidad, romanticismo exacerbados, parajes futuristas. En el caso de las adaptaciones de El talento de Mr Ripley, tanto en la versión de Clement como en la de Minguella, los realizadores consiguen, por lo general, que el espectador empatice con el protagonista masculino enfrentado a un mundo de avaricia y apariencias y acosado por los burgos y pretenciosos amiguetes de él. Claro está, esto sucede a diferentes niveles dependiendo del posicionamiento del espactador o espectadora. En La soga de Hitchcock normalmente sentimos más apego por el atormentado Philip que por el orgulloso Brandon, aunque ambos han cometido el mismo crimen, algo que se reproduce en impulso criminal, lo que, en parte, debilita nuestra figura de “el hombre fatal” como un ser hecho de roca. Al final de “Rope”, mientras su maestro de ideas nietzchianas se refugia en el conformismo y los delata a la policía, Brandon pierde los papeles y se deshace en un tartamudeo de frases pidiendo clemencia mientras, el otrora inquieto Philiph, se sienta, casi impasible, al piano a tocar la melodía que preside el filme.
A Orson Welles le gustaban los papeles de “hombre fatal”, aunque careciera del encanto necesario. Esto le sale bien en la maravillosa El tercer hombre sale airoso en El extraño pero se queda en un impase otoñal en Una historia inmortal, sobre un relato de Karen Blixen.
Algunos actores jóvenes como Terence Stamp en El coleccionista pretenden seducir a su víctima y, a pesar de sus meticulosas artimañas, no lo consiguen. Mientras Dirk Bogarde despierta fascinación en no exenta de cierta repulsión en El sirviente, la fascinante película de Losey, James Fox no es más que un caballero inglés que irá demostrando su debilidad y ofreciéndose como presa de “su criado”. Desde su aparición y su primera mirada Barret es inquietante, seductor, maquiavélico, cínico y lleno de recursos para salir de todos los aprietos, adueñándose del tiempo y el espacio.
Un ejemplo espléndido de “hombre fatal” a la italiana es el joven y temible Alessandro que da vida a Lou Castell en I pugni in tasca, la opera prima de Mario Mellocchio, rodada en 1965, pero el filme, recibido con cierta hostilidad en su época, se enfrenta enseguida a la ineludible etiqueta de lo “patologico”, eliminado la poesía, la crueldad y la negrura.
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