
Por José García
En julio de 2005, Michael Ignatieff, colaborador de The New York Times Magazine y catedrático de Derechos Humanos de la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard, publicaba una extensa reflexión, que fue traducida para El País por María Luisa Rodríguez Tapia, en la que se preguntaba desde el titular del reportaje si ¿Puede EEUU exportar la libertad?
El texto se presentaba en el contexto de la guerra que George W. Bush había iniciado en Irak. En los albores del tercer milenio, con la globalización capitalista en plena ebullición, después de constatar que la Unión Soviética había perdido definitivamente la Guerra Fría, después de que Francis Fukuyama hubiera proclamado que el propio capitalismo era el fin de la Historia.
Hoy, a la vista de lo que acontece en Europa con la invasión rusa de Ucrania, yo sería más taxativo a la hora de contestar a la cuestión que planteaba Ignatieff en su trabajo periodístico: ¿Puede EEUU exportar la libertad? Rotundamente, no.
Es evidente que se equivocaron quienes como el tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, o el propio Fukuyama, pensaron que insuflando su capitalismo de base esclavista en las sociedades que se habían liberado del yugo soviético, la democracia emergería por sí sola y afloraría un estado de respeto por los derechos humanos y las libertades inalienables que los acompañan. Porque la realidad tras varias décadas, o siglos, de esas pretensiones globalizadoras, es que el capitalismo, por sí solo, no conduce a ningún sistema democrático, representativo o radical, que garantice los derechos y libertades fundamentales.
Ejemplos tan comentados en los últimos tiempos, como son el de Rusia o China, demuestran que las leyes del mercado pueden ser perfectamente inoculadas, y eficaces hasta cierto punto, en sociedades gobernadas por regímenes autocráticos. Definitivamente, resultaba más fácil, aunque fuera más costoso, instalar un McDonald’s en el centro de Moscú que reconocer allí los derechos de las personas LGTBIQ+. Así, resulta que se puede exportar la libertad de comprar, de practicar un hiperconsumismo que llene de residuos el planeta, de adquirir y portar un arma, sin que por ello se exporte también la libertad sexual, o la libertad de expresión, o la libertad de elegir el propio modo de vida y las reglas de juego que han de regir la convivencia.
Ni siquiera en la vieja Europa la democracia llegó por sí sola, por el mero desarrollo de un capitalismo colonial que acabaría cristalizando en las actuales sociedades de consumo, en una fase postfordista, que diría Paul B. Preciado, de ese mismo capitalismo. Fue necesario también un movimiento democrático por sí mismo, que exigiera el sufragio universal, el habeas corpus, el derecho al propio cuerpo, el principio de no discriminación.
Por eso me indigna tanto escuchar a la nueva ultraderecha española, que ya ha abandonado los principios económicos del falangismo para combinar una ideología neofascista con los principios económicos del neoliberalismo más galopante, llamar “liberticidas” a sus adversarios, cuando no “autócratas” o “totalitarios”. ¿Cómo pueden tener la desfachatez de decirnos a les demás lo que es la libertad y lo que es luchar por la libertad?
Gran parte de esa “libertad” que se preconiza desde las filas de la extrema derecha se focaliza en acabar con “el adoctrinamiento progre”, lo que puede equivaler a terminar con cualquier política contra la lgtbiq+fobia o incluso, que como en Rusia, en que la lgtbiq+fobia pueda ser una política de Estado sobre la base del negacionismo de ciertas formas de desigualdad estructural.
La televisión rusa, en su propaganda contra la “decadente” sociedad occidental, anda también espoleando que la viruela del mono es otro claro ejemplo de lo pernicioso que resulta que el homoerotismo y el transgenerismo sean tolerados, e incluso gocen de reconocimiento social y jurídico, en cualquier sociedad. Qué coincidencias tan exactas de políticas sociales con la nueva ultraderecha europea. Los maricones, las bolleras, los travelos, siempre somos un buen arma arrojadiza en cualquier choque civilizatorio. El problema es que nosotres no somos Chanel, ni Inditex, ni ninguna de las grandes empresas que se han marchado de Rusia por su política imperialista y autocrática. Nosotres no podemos marcharnos porque nunca fuimos “los Otros”, sino ese “otro” endótico que siempre estuvo ahí y por los que la bendecida OTAN nunca hará tanto como por mantener el control de los recursos naturales y el correcto funcionamiento de la ley de la oferta y la demanda.
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