Por José García
Las biopolíticas occidentales en los prolegómenos del siglo XXI parecen volver a centrar sus esfuerzos en la reproducción de la vida, dejando de lado y minusvalorando las funciones de cuidado y mantenimiento de la misma. Discursos emergentes como los de la ultraderecha, agitando en el Parlamento Andaluz el fantasma del ‘invierno demográfico’ contra el derecho al aborto y los derechos lgtbiq, convenientemente asociados con la xenofobia, evidencian de manera más que simbólica el pánico que los sectores más reaccionarios de la sociedad manifiestan ante una posible pérdida de la hegemonía blanca y cristiana en Europa. Ciertamente, la teoría del ‘invierno demográfico’ solo puede desplegarse desde una perspectiva ultranacionalista de esas biopolíticas. Porque, en términos globales, uno de los grandes dramas del planeta es la superpoblación y la bomba demográfica. Algunos sectores de la izquierda institucional empiezan a reaccionar tímidamente a esta rentable (desde el punto de vista político) preocupación neoconservadora por las bajas tasas de natalidad: “la Seguridad Social no solo puede mantenerse con más nacimientos, también acogiendo a más población inmigrante, en vez de dejarla morir en aguas de Estrecho”, balbucea. Entonces lo que habría de interesar a las biopolíticas en Europa sería no tanto la reproducción biológica como la reproducción de una cultura y unos valores compartidos, no tanto la natalidad como el mantenimiento de la vida que ya existe. Ello implicaría reforzar los sistemas de protección social, fomentar un sistema educativo y de salud públicos, una política menos miserable en la frontera sur. Pero las hegemonías políticas actualmente vigentes en el continente alejan la posibilidad de apostar por este camino.
Aunque, en realidad, no es de biopolítica per se de lo que yo quería hablar, sino de la regulación económica de las conductas directamente reproductivas y no reproductivas. En las últimas semanas, a muchos ha sorprendido las informaciones sobre la llamada ‘tasa single’. Según la consultora Nielsen, el gasto en los hogares ‘single’ puede aumentar hasta un 25 por ciento. Es decir que la vida de una persona que vive sola es más cara que la que vive en pareja o en familia. A mi no me ha sorprendido este dato. Los mercados también están diseñados para favorecer las conductas reproductivas.
No me sorprende pero sí me alegra que entre en el debate social. Y me alegra porque pone en evidencia que no todos los modos de vida tienen el mismo coste (en términos económicos) y, por tanto, no todas las vidas son tan factibles de ser vividas y desarrollarse en condiciones de igualdad. Como apuntaba Judith Butler a finales del siglo XX a propósito de la biopolítica: “aun cuando el poder se centre en el cuidado y el mantenimiento de la vida, lo hará siempre en el nombre de una vida construida de antemano, e insistiendo en el poder de producir y reproducir esa forma de vida”.
En el epígono del pasado siglo, cuando comienza la globalización del capitalismo neoliberal, cuando la crisis del sida hace estragos entre la comunidad homosexual, también se consolida la mercadotecnia gay y aparecen los DINKs (Double Income No Kids). El mercado se erige entonces como la herramienta más propicia para ‘blanquear’ las vidas de ese otrora grupo de degenerados y enfermos. Comienzan entonces las mistificaciones, y la marica patética que antes habitaba en los espacios liminares de la sociedad ahora se nos presenta convertida en un gay de alto poder adquisitivo, al que todos, carcas y progres, quieren ver llegar a su ciudad porque gasta hasta un 40 por ciento más en ocio que el turista heterosexual.
Sin embargo, en mi ciudad meridional y periférica de Europa, casi todos los DINKs acaudalados que pueden llegar a pulular por sus calles llegan en cruceros desde países ricos como los Estados Unidos. Porque esas parejas de maricas que tienen una vida privilegiada ya que, al no tener hijos, pueden gastarse todo el dinero que ganan en ellos mismos, prácticamente no existen entre la población autóctona. Ni entre los escasos inmigrantes del sur. Por eso decía que para mí eso de los DINKs tiene mucho de mistificación mercantilista: porque no todos los maricas vivimos en pareja, porque aunque lo hagamos podemos no tener una renta doble, porque puede que alguno sí tengamos hijos, o porque puede que aunque no tengamos hijos si tengamos otro tipo de personas bajo nuestra responsabilidad.
Lo que sí tiene plena vigencia también en mi ciudad es lo que yo denomino la ‘tasa queer’. Ese plus de gasto que hemos de hacer para acceder a los servicios de los negocios que se especializan en este segmento de mercado. Quizá muchos maricas gasten más en relacionarse porque para poder ejercer el derecho al desarrollo de la propia vida y la propia personalidad tenga que pagar más que el consumidor heterosexual. Y este es un dato que quizá se nos escape de manera demasiado retirada. Ser maricón es más caro que ser hetero. Pero ello, en términos de economía real, no deviene necesariamente en mayor capacidad adquisitiva ni, desde luego, mayor calidad de vida. Ni siquiera entendiendo esa calidad de vida en términos capitalistas.
Es decir, DINKs = FAKE.
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